Durante años he estado observando, con más escepticismo que curiosidad, la proliferación de libros de un tal Osho (1931-1990), supueso maestro espiritual hindú. Hace unos días di en la biblioteca pública con una obra suya: El ABC de la iluminación. La obra, que revela a un escritor de avispado talento, está escrita en forma de diccionario y contiene algunas perlas –principalmente de inspiración taoista-. Predomina sin embargo una filosofía sincrética inspirada en Buda, Cristo, Krisna, Lao Tse, algunos presocráticos y en esta línea. Todo ello muy al estilo post-mayo del 68, tan al gusto de las gentes de mi generación.
Encontramos aquí y allá cantos al amor libre, dosis masivas de adulación feminista, creencia en la bondad intrínseca del ser humano y su consiguiente mito del Paraiso recuperable aquí y ahora. Se aprecia también, entre otros refinamientos espirituales, su devoción por el hedonismo y grandes dosis de anticristianismo.
Trasteando en internet indago sobre la personalidad de este Osho y descubro que se trata de un viejo conocido pues, en los noventa, el hombre se hacía llamar Bhagwan, Bhagwan Shree Rajneesh para ser exactos. En mi juventud se hablaba mucho de Bhagwan, tanto en su calidad de autor como de líder espiritual que había levantado una red de comunas por medio planeta.
Yo tuve la oportunidad de pasar tres días en una de ellas, situada en el pueblecito navarro de Lizaso, y puedo dar fe de que se trató de una experiencia inolvidable pero que, sin duda, preferiría no repetir. Después de aquello leí algún libro de Bhagwan, cuyas líneas doctrinales no diferían gran cosa de las que, posteriormente, propondría Osho, con gran éxito de ventas.
Osho defendía el sistema capitalista como único creador de riqueza y tenía sus buenas razones personales. Se dice que el escritor llegó a tener una colección de noventa Rolls Royce, lo que parece un poco exagerado. En cualquier caso, tuvo problemas con la administración norteamericana y llegó a pasar una corta temporada en la cárcel.
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Recorriendo el dial vengo a parar en Radio María, justo en el momento en que reposadas voces femeninas rezan el Señor mío Jesucristo, la vieja y olvidada oración de la infancia. A medida que la desgranan la voy recordando, pero pierdo el hilo cuando escucho que tutean a Dios. Donde entonces decíamos “vos”, refiriéndonos a Jesucristo, ahora dicen “tú”. Uno no puede menos que sorprenderse por este tratamiento confianzudo con la divinidad.