miércoles, 28 de marzo de 2012

El lazarillo de Tormes y sus amos


Transcurridos cinco siglos desde que fue escrita, lo más asombroso del Lazarillo de Tormes es lo agradable que resulta su lectura. Ello es posible por la claridad y expresividad de su lenguaje, por la ausencia de retórica, por la gracia de sus diálogos y por su agudísimo sentido del humor.

Esta obra es un tratado sobre el hambre, no tanto de sus repercusiones físicas como sobre sus efectos psicológicos y sociales. Para el hambriento, para el que se sabe condenado al hambre para el resto de sus días, solo cuenta el pan –“la cara de Dios”, como se le denominaba popularmente en la época- y la forma de conseguirlo.

Lázaro de Tormes ha pasado a la historia de la literatura como uno de los primeros pícaros pero, a mi modo de ver, se trata más bien de un sobreviviente que, en tanto relata su mísera vida, hace una crítica social implacable sobre la España de Carlos V. Esta crítica, maquillada por una ironía demoledora, se centra en especial sobre el estamento eclesiástico.

Es una ironía llevada a su extremo, pues está enfocada en primer lugar contra sí mismo dado que Lázaro conoce su mísera condición, sabe que nada puede hacer para cambiar un ápice la sociedad en la que le tocó vivir y que, en ningún caso, obtendrá el beneficio de la vida (léase comida) por medio del enfrentamiento contra sus amos.

Su primer amo es un ciego viejo. Un sádico miserable, astuto y sagaz. Lázaro lo tiene como su principal maestro. Un rezador profesional que conoce más de un centenar de oraciones y sabe aplicar cada una de ellas a un caso concreto y, de esta forma, ganarse las propinas de los ignorantes. Compagina los rezos con la aplicación de remedios para enfermedades. “Jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi.; tanto que me mataba de hambre.” Lázaro se ve obligado a agudizar su ingenio para no fallecer de inanición.

Destaca el incidente del nabo – “un nabo pequeño, larguillo y ruinoso”- y la longaniza, uno de los más graciosos de nuestra literatura.

El segundo amo es el clérigo de Maqueda. “Escapé del trueno y di en el relámpago.” Lázaro es sometido a la dieta de una cebolla cada cuatro días. El clérigo era tan astuto que Lázaro no era capaz de robarle ni las hostias de consagrar, las “blancas”, que las tenía perfectamente censadas.

Destaca el incidente del arcuz y los panes.

Lázaro es un pesimista radical. “Cuando la desdicha ha de venir, por demás es diligencia.” No abandona al clérigo por dos razones: porque está demasiado débil para salir corriendo y porque nada le garantiza que su tercer amo sea mejor.

Este es el escudero hidalgo o viceversa. Es quizá el único personaje entrañable de la galería y el único también que, pese a ser un buen cristiano, no está relacionado con el clero. Su pobreza es tan grande como su orgullo. Pese a ello “iba por la calle con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden.” Se da la paradoja de que, gracias a practicar la mendicidad, es el criado quien sustenta al amo. Ello demuestra que Lázaro es un hombre de buen corazón. El hidalgo filosofa a la manera de los encumbrados hambrientos de la época: "No hay tal cosa en el mundo para vivir mucho que comer poco”, o bien “El hartar es de los puercos y el comer regladamente es de los hombres de bien.”

El cuarto amo es un fraile de la Merced, “gran enemigo del coro y de comer en el convento”, aficionado a “los negocios seglares y a visitar… Rompía el más zapatos que todo el convento”.

Al fraile le sucede un buldero o vendedor de bulas eclesiásticas, “el más desenvuelto y desvergonzado que jamás ví.” El buldero, compinchado con un alguacil, le vende bulas falsas (¿las había verdaderas?) a las pobres gentes ignorantes.

A partir de este sinvergüenza a Lázaro empiezan a mejorarle las cosas. Un capellán, aunque le explota vilmente, le introduce en el oficio de aguador. En cuatro años de trabajo esforzado consigue ahorrar para “me vestir muy honradamente de la ropa vieja.”

Finalmente Lázaro se hace con el oficio de pregonero de vinos y obtiene algún dinero. Pregona los caldos de un arcipreste que le incita a casarse con su criada de la que, simultáneamente, es su amante. Pese a las maledicencias que escucha a su alrededor Lázaro acepta resignado este triángulo, se muestra enamorado de ella, “que es la cosa del mundo que yo más quiero y la amo más que a mí.”

Para esta lectura he manejado la impecable edición a cargo de Francisco Rico, editada por Cátedra. La colección de notas es extraordinaria por su erudición y amenidad.

Sobre la autoría de esta soberbia novela, tal vez la primera en su género, parece muy razonable la atribución a Alfonso de Valdés. La especialista Rosa Navarro Durán lo argumenta en estas páginas. Curiosas también las diversas atribuciones que se han realizado a lo largo de los siglos.