Campos junto al río Arlanza
De nuevo en la ribera burgalesa del Arlanza. Esta tierra, como la mayoría de las que se tiene la oportunidad de conocer con algún detalle, engancha. Empiezo en Tordómar, próximo a Lerma, un pueblo famoso por su puente romano de más de veinte ojos que fue construido hace dos mil años. Lo atravieso. En el extremo hay un miliardo casi ilegible Hay también un crucero.
Mi camino discurre al otro lado. Acompaña al Arlanza durante un buen trecho. Es un camino ancho, cómodo, casi mullido. El río tan sólo se ve de vez en cuando, porque una sucesión de chopos, robles, acacias y alisos lo impide. Pero todo el rato se escucha su murmullo perenne. De vez en cuando me aproximo al cauce para darle un vistazo.
Tordómar visto desde su puente romano
Otra mañana solitaria y fresquita para deambular a mi antojo, detenerme cuando me apetece, hacer fotos y tomar el aire fresco y limpio. A mi derecha se suceden los campos de cereal, las lomas desnudas, las sendas que se difuminan en el paisaje. Y allá arriba, sobre un fondo grisáceo se divisan cuervos y rapaces.
Paso junto a los restos de una antigua central eléctrica. Hay también una cuadra ruinosa. Pasa un hombre en una bicicleta; nos saludamos. Llego sin novedad hasta el puente de Talamanquina, que parece una versión abreviada del que levantaron los romanos aguas arriba. Por este puente se alcanza la localidad de Torrepadre distante unos quinientos metros y que dejo a un lado.
El Arlanza
Un poco más adelante surge la desviación hacia Villahoz, que pensaba visitar por la tarde, pero como tengo tiempo por delante y el camino parece agradable, me animo a desviarme. Antes tomo una senda cuesta arriba para alcanzar una pequeña colina y curiosear desde la cima. Pero detrás de ella no hay más que lomas, campos y más colinas, así que retomo el camino. Se ha levantado un fuerte viento del suroeste. Llevo una temporada intentando reconciliarme con el viento, que es uno de los elementos naturales que más temo. Pero cuando te coge en un descampado es difícil sentir aprecio por el aire en movimiento. Poco a poco, me digo, todo se andará.
La iglesia renacentista de Villahoz
Ahora debo regresar hasta Tordómar, donde he aparcado mi coche. Observo que la ruta más corta es por la propia carretera y, aunque prefiero cualquier camino antes que el duro asfalto, me pongo en marcha. Cuando llevo recorrido un par de kilómetros el cielo se oscurece y, contra lo que previsto, se pone a lloviznar. El problema no son las gotas de agua, sino el ventarrón que me viene por un costado, la temperatura que ha bajado considerablemente y que no me he traído mi chaqueta invernal.
Una señora con la que he intercambiado unas palabras antes de abandonar Villahoz me ha dicho que si hago autoestop cualquiera me cogerá. Y, ante lo desapacible que se ha puesto la tarde decido averiguar si la señora tiene razón. Pero, durante largos minutos no pasa vehículo alguno.
El gran templo de Muhamud y el rollo de justicia de la plaza Mayor
En este rato me alcanza un olor muy desagradable, un olor que hacía mucho tiempo no impregnaba mis narices. Enseguida diviso la fuente de la fragancia a orines de cerdo. Se trata de tres grandes pabellones rodeados de una alambrada y de pequeños silos para almacenar el pienso. Es un criadero de cerdos perdido en el páramo. No es el primero que veo por la región. No puedo evitar una sensación de repugnancia, no tanto por el olor como por el hecho de que la cría industrial de estos animales se efectúa en unas condiciones lamentables, con los animales enjaulados de por vida, sin espacio para moverse y sin ver la luz del sol. De ahí los sacan para llevarlos al matadero.
Arrecia la lluvia y han dejado de pasar coches. Cuando por fin pasa uno se para y me recoge. Buena gente, sí señor. Con mi vehículo retrocedo hasta Villahoz, donde he visto, a la entrada, un hotel con bar y restaurante. Me tomo un café mientras hojeo el periódico de la provincia. Cuando termino enfilo hacia Mahamud. Quiero ver la plaza y la iglesia donde el rey Fernando impuso el capelo cardenalicio al arbobispo de Toledo, un tal Cisneros.
Paisaje burgalés junto al Arlanza
La historia de
cómo investidura tan fastuosa se llevó a cabo en pueblo tan pequeño puede
leerse en el enlace de esta localidad y es bien curiosa. Cuando el capelo llegó a España, Fernando el Católico se encontraba en un pueblecito vecino, Santa María del
Campo, acompañando a su hija Juana, reina de Castilla, que se encontraba en
plena demencia paseando el cadáver de su esposo Felipe el Hermoso por el viejo
reino. La reina se opuso a que la ceremonia se celebrase en Santa María y por
ello se trasladó a la vecina Muhamud.
La iglesia
de San Miguel, de estilo gótico, es de gran tamaño y varias fachadas de
diferentes estilos, porque su construcción de prolongó durante cinco siglos. La
fachada sur da a la plaza mayor, amplia y vistosa, donde está el edificio del
Ayuntamiento y otros con los típicos soportales castellanos. Hay además un
rollo de justicia del siglo XVI. La iglesia, naturalmente, está cerrada y no me
quedo mucho en el pueblo porque la “sensación térmica” con tanto viento es más
bien inhóspita.
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