Cada día, cuando me introduzco en
el mar, recuerdo a mi padre. El también practicaba esa costumbre del baño
diario durante los cuatro o cinco meses que duran por aquí las temperaturas
agradables. Supongo que es un hábito heredado. Yo le acompañé en bastantes
ocasiones. Casi era el único momento en que estábamos juntos. Creo que según me
introduzco en el agua sigo el mismo ritual que él practicaba: poco a poco, sin
saltos ni aspavientos.
En ocasiones, en lugar de la
playa, nos íbamos al puerto de Fuenterrabía, a una zona abrigada entre el
exterior del dique y el comienzo del acantilado. Era él quien decidía, e ignoro
cuál era su criterio para decantarse por uno u otro lugar. Allí no podías
alejarse demasiado porque enseguida se entraba en el mar abierto, así que se trataba
más bien de un chapuzón.
Recuerdo que había un pequeño
grupo de incondicionales que todos los días se bañaba en el puerto. Mi padre
los conocía y saludaba a todos. A mí me parecían gente muy mayor, pero ahora
que lo pienso debían tener más o menos la misma edad que yo tengo ahora. Todos
ellos –incluido mi padre- han desaparecido hace mucho tiempo. Esta
circunstancia, como es natural, hace que me sienta un poco melancólico con
estos recuerdos que me asaltan cada día cuando me baño en la mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario