domingo, 17 de julio de 2011

Golondrinas y comparsas

Media tarde. Hace un calor espantoso. Acabo de pasearme, en solitario, por el CAB. Todo el aire acondicionado para mí, el guardia de seguridad y el recepcionista. En las dos plantas que he visitado, nada interesante. He mirado las portadas de las revistas de arte, pero no me he animado a bajar alguna de la estantería. Atravieso una mala racha con el arte contemporáneo. Tampoco he tomado un café de la máquina, como suelo.

Prefiero volver al sofoco. Me siento en un banco, frente a la trasera de la catedral. De vez en cuando, pasa algún turista. El gentío se ha congregado en la gran calle para ver una Cabalgata. Reina la tranquilidad y, casi, el silencio. Inaudito.

Contemplo las filigranas en piedra de las torres, los pináculos, las agujas. Es impresionante el trabajo, la habilidad y el talento que hay en ellas. Pero un espectador no puede apreciar, a simple vista, los detalles. Apenas puede ver otra cosa que las grandes líneas, los huecos, los volúmenes. Sólo alguien que escalara tendría la posibilidad de recrearse en la profusión de imágenes y figuras geométricas talladas en la piedra. ¿Para qué ojos tanto afán?

Para los ojos indiferentes de las aves, los gorriones, las palomas, que encuentran ahí arriba un lugar a su gusto, una lanzadera para sus vuelos. Pero también hay golondrinas. Las bulliciosas, las frenéticas, las enérgicas, las precisas, las letales. El bochorno no parece afectarles. Qué libres son. Mis dilectas.

De pronto, graznidos. Los que faltaban: un bando de cuervos. Vienen protestando, huraños. Aletean esforzados. Se desparraman unos minutos en el entramado barroco y siguen su camino.

Los turistas que pasan están derrengados, pero continúan su paseo contra el tiempo.

Llega una pareja, se sientan en el banco de atrás. Comen pipas mientras charlan.

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