Una espléndida mañana primaveral. Estoy en la
cima del Bianditz, comiendo algo sentado en una roca, y un buitre se aproxima
sobrevolando mi cabeza. No puedo dejar de admirarlo. Me inspecciona y se deja
ir planeando hacia el sur. En un minuto, sin apenas mover las alas, ya lo he
perdido de vista. Es el puto amo, pienso, ahora que no me oye nadie. No hay
libertad equiparable a la de este animal que vuela majestuoso.
He venido desde el Aguiña y me he detenido en el
Monumento al Padre Donostia, un musicólogo que recuperó un gran repertorio de
música vasca. No visitaba este lugar emblemático desde hace más de una década. Se
trata de un pequeño y recogido llano, situado en lo alto y delimitado por un
bosquete de alerces, con soberbias vistas sobre la Peña de Aya y el monte
Larrún.
Está enclavado en una amplia estación
megalítico, compuesta sobre todo por cromlechs y también por túmulos, dólmenes
y algún menhir. Todos ellos proceden de la Edad del Hierro con una antigüedad
de unos 800 años antes de Cristo.
La escultura-estela de Oteiza, levantada con
cemento, al igual que la ermita, se encuentra bastante deteriorada. La ermita,
que recuerda la condición de fraile franciscano del Padre Donostia, obra del arquitecto Luis Vallet, es
una delicia de sencillez. La forma oval alberga un pequeño altar. Desde atrás
se filtra luz a través de pequeños vidrios azulados. Un cruz remata la
edificación.
El camino pasa sobre el pequeño embalse de
Domiko, rodeado de una espesa vegetación, que durante décadas abasteció de agua
a Irún y a Fuenterrabía, hasta que, en vista de su escasa capacidad, que
provocaba restricciones de agua en las dos localidades durante los veranos, fue
sustituido por el embalse de Endara, situado en las proximidades y de un tamaño
muy superior.
Casi todo el trayecto discurre por bosques de
alerces y alisedas. En la espesura pastan las pottokas. Algunas están criando
aún a sus potrillos. La sombra resulta agradable porque el calor aprieta.
Tan sólo en el último tramo merma el arbolado. Es
una zona rocosa, donde también pastan los caballos. Aquí el calor se compensa
con el viento, que además de refrescar emite un murmullo constante. La cima está
desierta y rodeada de montañas. La panorámica es soberbia, tanto sobre los
Pirineos como sobre el mar y la costa. Apenas unas nubecillas alteran el azul
del cielo.
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