Al entrar en Irún, de buena mañana, me he
encontrado con un gallo rojo, grande y altivo, que se paseaba por la carretera.
En alguna ocasión, por alguna carretera rural, he encontrado alguna vaca
interrumpiendo el tráfico, pero, en mitad de la ciudad, nunca me había topado
con un gallo. He tenido que parar y pitarle dos o tres veces para que se
apartara.
Sin más incidencias llego hasta Erlaitz, el
acceso al parque natural de Peñas de Aya. He venido para dar un paseo pero,
como no tengo muchas ganas de hacer una ruta concreta, me dedico a deambular,
más o menos por los lugares por donde anda el ganado.
En el mismo Erlaiz me adentro en un camino que
bordea la pequeña cima y que me lleva hasta un área recreativa en cuyas
inmediaciones pastan caballos y se escuchan las esquirlas de un rebaño de ovejas.
En el bosquete alborotan un par de córvidos. No sé si discuten, se cortejan o
ambas cosas a la vez. Un hombre que anda sin camisa discurre por un prado
próximo mientras yo fotografío a unos caballos. Luego descubro que se trata de
uno que practica el golf. Nada me sorprende, porque es sábado, y los sábados
parece como si los frikis se lanzaran al monte.
Dejo a un lado las ruinas de la última guerra
civil –un lugar hermoso pero muy desasosegante si conoces lo que aquí ocurrió
en el verano del 36-, y subo hasta la pequeña cima del Goitasun. Desde aquí se divisa buena parte de la costa
vasca, desde San Sebastián hasta más allá de Bayona, pese a que una ligera
bruma se cierne sobre el paisaje. Es el efecto esclarecedor del viento del sur
que sopla durante toda la mañana.
A escasos metros se levantan las ruinas de una
antigua torre y, a la derecha, las de un nido de ametralladoras. Entre la
vegetación atisbo la angosta entrada del agujero al que se accede por dos o
tres peldaños de hierro. La impresión de claustrofobia es inmediata.
Hay también una trinchera, pero ignoro si es
natural o fruto de las acciones militares. En este lugar no es difícil imaginar
la zona llena de combatientes y la sangre corriendo por las laderas.
Desde este punto me inclino por seguir la ruta
que conduce hasta el Castillo del Inglés y Elurretxe, y que discurre por un
bonito camino que sobrevuela la carretera.
Tras una empinada cuesta aparece a la izquierda
un bosquete de alisos en el que me interno unos minutos para degustar la espesa
sombra. El suelo está cubierto de hojas secas y de viejos troncos fragmentados
y resecos.
De vuelta al camino descubro algunas hayas
diseminadas y, junto a un pequeño lodozal, veo tres soberbios ejemplares de
acebo, de una altura y un porte desconocidos para mí. Poco más allá menudean
los alisos y, todavía más lejos, los pinos alternan con los alerces.
Cuando llego al desvío hacia el Castillo del
Inglés cambio de opinión y sigo un cartel que marca la ruta hacia el collado de
Aritxulegui. Dentro del bosque se escucha el rumor del viento pero apenas se
notan sus efectos. Desde lo alto de una copa un ave desconocida por mí lanza
media docena de notas claras y potentes, que repite media docena de veces,
introduciendo una pausa entre una serie y otra. Me paro a escucharle e incluso
procedo a chascar mi lengua contra el paladar y dejo escapar unos sonidos con
el fin de manifestar mi presencia y comunicar al animal que alguien ha
escuchado su música y le da toscamente las gracias por el regalo.
Cuando el camino empieza a inclinarse hacia
abajo decido parar, para no tener luego que subir, pues el calor aprieta, se
aproxima la hora de regresar y ando un poco desganado. Como estoy en un área
recreativa, aprovecho para sentarme un rato en una mesa de madera y dar cuenta
de alguna fruta que llevo en la mochila. Sólo se escucha el rumor del viento
entre las hojas y los troncos de los árboles. Es una sensación de soledad y de
aislamiento que resulta de lo más placentera.
Regreso por donde he venido. Me cruzo con dos
mujeres, que no me saludan, y luego con dos hombres, que tampoco. Antes en el monte todos nos saludábamos. Ahora eso ya se ha acabado. Estoy aprendiendo
a deducir, por la vestimenta de los paseantes, si van o no van a saludar cuando
nos cruzamos. He avanzado mucho en este tema.
Una señora, sentada en una silla plegable, junto
a un cochazo, se fuma un cigarrillo en bañador mientras toma el sol que está
velado por las nubes. Como está de espaldas al camino no ha lugar a saludo
alguno. Luego, en la carretera, veo a una pareja subida en unos patines, que
parecen pequeños esquís, y que se empujan con sendos bastones nórdicos. Hay que
ver cómo trabaja el ingenio humano.
Una vez en el parking coincido con una joven
acompañada de una galga. Me cuenta que ha dado un paseo y que ha visto a una
cierva en compañía de un cervatillo. Enseguida han huido, pero la mujer está
emocionada con la visión. Me dice también que suele venir mucho a pasear por
aquí. Sí, le digo, esto es una joya.
Un lugar maravilloso. Todo el parque lo es.
ResponderEliminarRespecto al saludo: hasta hace pocos años todo el mundo respondía a tu saludo. Ahora muchos no lo hacen. Se ve que van con su ego tan inflado que si abren la boca se desinflan.
Un abrazo.
Unos van corriendo, otros en bici, otros con los auriculares puestos... en fin, hay de todo. Ya vamos quedando pocos que vamos al monte para disfrutar de la naturaleza. Un abrazo, Angel.
Eliminar