Desde que leí El loro de Flaubert (en aquella época yo era muy flaubertiano) tengo gran simpatía por el escritor británico Julián Barnes. Sin embargo, sólo he leído otros tres libros suyos además del citado: El hombre de la bata roja, Nada que temer y el presente Elizabeth Finch.
Los dos primeros me gustaron, sin llegar a encandilarse. El hombre de la bata roja es una novela, y desde hace bastantes años, son muy pocas las novelas que empiezo a leer y, menos aún las que termino.
Nada que temer, por su parte, es más bien un ensayo sobre la muerte, y también me gustó, sin llegar a entusiasmarme, como el caso precedente.
Hace unas semanas –seducido por las malas artes del negocio editorial– se me ocurrió adquirir la última novela de Barnes, Elizabeth Finch.Se deja leer, pero me ha decepcionado considerablemente.
Esta novela trata sobre la profesora Elizabeth Finch y sobre el estudio que ella le dedica al emperador romano Juliano el Apóstata (331-363), que tuvo la osadía de renegar del cristianismo y declararse pagano y neoplatónico.
El problema de esta novela barnesiana es que se queda a medias. Sobre Juliano el Apóstata tenemos muchas fuentes, entre otras la novela de Gore Vidal del mismo nombre. Pero sobre Elizabeth Finch no tenemos más que esta obra, es decir, apenas tenemos nada, porque Julian Barnes nos pone el caramelo en la boca y luego, cuando nos las prometemos felices, porque el personaje es muy atractivo, nos lo quita y nos deja con las ganas.
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No cejo en mi empeño con el tocho de Julia Kristeva sobre Teresa de Jesús. Que una atea como Kristeva le haya dedicado semejante esfuerzo a la escritora de Avila lo considero muy meritorio. Más aún cuando Kristeva se ha leído y releído a Teresa en castellano, lo que no debe ser fácil para una francesa.
En este último tercio el libro remonta el vuelo. Está escrito en forma de diálogos, como una pieza teatral. Ante la Madre agonizante desfilan las principales figuras de su vida. Es como una recapitulación que aclara mucho las cosas.
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