Vi el libro en el armario de los libros de Hendaya y me lo traje a casa. Lo empecé a leer durante una convalecencia, relegando otras lecturas que me ocupaban en ese momento, y me enganchó la perfección formal de la prosa.
Ahora, después de haber leído once de sus doce capítulos, 275 de sus 325 páginas, abandono, muy saturado y ligeramente asqueado, la novela La tempestad (1997, premio Planeta) de Juan Manuel de Prada. Ni siquiera me he quedado a averiguar quién es el asesino. Tal vez lo haga más adelante.
Confieso que escribir una prosa de este nivel sin haber llegado a los treinta, como es el caso de De Prada, revela mucho talento, pero este talento sólo está puesto al servicio de sí mismo, es terriblemente narcisista.
Los caminos del lector son inescrutables. Una prosa te puede seducir a sabiendas de que sólo es un ejercicio retórico y hueco. Pero uno se deja llevar por el morbo de saber hasta dónde puede llegar un escritor cuando se mete en el berenjenal de sí mismo. Tampoco hay que descartar, ni mucho menos, el masoquismo del lector.
En este libro hay dos verdades irrefutables. Ambas sirven para demoler el libro que las contiene. La primera: “La verdad se desenvuelve mejor en el laconismo, la locuacidad es un ornamento que nos salvaguarda y hace pasar desapercibida la mentira.” Muy cierto. La prosa de De Prada, tras su aparente brillantez, es la antítesis del laconismo.
La mitad del caudaloso texto sólo cumple una función ornamental, en ocasiones de dudoso gusto. Las comparaciones se agolpan en cada página, muchas veces con escaso acierto. En otras la pedantería asfixia: “animal mietálope”, “buque derrelicto”, “almas molturadas”, entre otras muchas.
La morosidad de la prosa ralentiza y, en ocasiones, diluye la trama. Pero no creo que a De Prada le interese gran cosa la trama porque, en realidad, la finalidad de la novela no es otra que ponerse en escena: el protagonista, por mucho que se maquille, no es otro que el propio autor, disfrazado en esta ocasión de joven profesor de arte renacentista.
Y este personaje, escabroso y narcisista, tira un poco para atrás, sobre todo en lo que a sus “relaciones” femeninas se refiere. Pese a confesar que está sobrado de peso, las mujeres de la novela parecen sufrir un arrebato de pasión y deseo en cuanto lo ven aparecer. Por si el sobrepeso no fuera suficiente, el protagonista, tras un viaje en avión desde España, sufre varias peripecias que le impregnan de sudor, lluvia y barro, sin que encuentre el momento de darse una ducha. No importa. Ellas se derriten en su presencia. Ni siquiera el luto por el asesinato de su enamorado impide a la más joven echarse en sus brazos.
En más de una ocasión el narrador me ha parecido un Torrente que presume de espiritualismo. El lector experimenta un alivio cuando, por fin, en la página 213, el narrador se ducha. “La voluptuosidad del agua –señala– está reñida con el celibato.” Y aprovecha para largarnos una disquisición sobre celibato que raya en el delirio, en un tipo se erotiza con el vuelo de una mosca (si es hembra).
La segunda verdad se refiere al arte y dice así: “El arte es una religión del sentimiento.” Y yo, en esta novela, no veo otro sentimiento que la adoración y la compasión que el narrador siente por sí mismo.
En cuanto a La tempestad, de Giorgione, apenas es otra cosa que una excusa.
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