En mi reciente visita a Madrid me he entretenido callejeando,
como de costumbre. En la calle suelo fijarme en los mendigos y en las diversas
prácticas de mendicidad. La más vistosa que he visto en esta ocasión ha sido la
de estos dos mendicantes exóticos. Los encontré al mediodía en la plaza de
Isabel II, frente al Teatro Real, rodeados de un corro de curiosos.
La gente se
dedicaba a dos cosas: hacer fotos y comentar sobre el modo en que el hombre “levitaba”. Yo también hice mis fotos, como está mandado, y dejé una
moneda. A cambio de ella se tenía derecho a sacar de un cuenco un papelito
enrrollado. El papelito incluía una máxima de la madre Teresa de Calcuta: “La
vida es un sueño, hazlo realidad.” Sobre la calidad onírica de la vida se ha
especulado mucho en el campo de la literatura, pero uno espera algo más elevado.
Yo también especulé sobre el modo en la que el barbudo
levitaba. No conseguí averiguarlo. Tengo una mente poco dada a este tipo de
especulaciones. En el autobús de vuelta me lo explicó mi compañero de asiento,
que era relojero. Los relojeros, a lo que se ve, son muy analíticos. El
mecanismo que sostiene al levitante pasa por la manga de la mujer.
El caso es
que entre los curiosos había unos jóvenes que lo grababan todo en video. Casi
le metían el video por las narices a la pareja. Cuando iban a irse los
cineastas el barbudo salió de su ensimismamiento y les indicó con un gesto para
que se acercaran. Abandonó su postura mayestática y les hizo alguna advertencia
a los peliculeros. No lo escuché pero algo les estaba advirtiendo. Lo mismo les
reclamaba derechos de autor.
Mayor admiración me produjo un pedigüeño que me abordó frente
a la iglesia en la que está enterrado Cervantes. Era joven, delgado, nervioso y
llevaba dos latitas de conserva en la mano. El tipo me dijo que tenía dos latas
de atún y que le faltaban 30 céntimos para comprarse una barra de pan. Yo no
soy muy partidario de los mendigos que le abordan a uno pero cómo negarle nada
a un joven que te pide 30 céntimos. Le di un euro y el tipo se marchó con sus
dos latas a pedirle otros 30 céntimos a algún despistado.
En una esquina un hombre sentado junto a un cartel que decía:
“Ni bebo ni me drogo. Pido para comer.” Esta apelación al puritanismo me
molesta. Si pidiera para alcohol o para drogas yo le daría.
Luego están los saludadores. Aquí ya se ve que esto de la
mendicidad está repartido por países de procedencia o, tal vez por mafias
directamente. Como los portugueses. Los portugueses profesionales de la
mendicidad que ocupan los mejores sitios y hacen relevos de equis horas me
fastidian. Siempre con su tono quejumbroso e impostado. Siempre apabullando a la gente. Aquí, en San Sebastián, hay un grupo que hacen guardia junto al artilugio para pagar el parking. Se pasan el rato rezongandote en la oreja mientras pagas. No comprendo cómo además de lo caros que son los parking tienes que aguantar esto.
Los saludadores, decía, son negros en su mayoría. También
cansan bastante. Se instalan en las entradas de los comercios más concurridos y
se dedican a dar los buenos días y a abrir la puerta. Pretender cobrar por dar
los buenos días y por mirarle el culo a las señoras cuando les abres la puerta
me parece abusivo. De estos hay un buen montón.
Recuerdo también a una gitana muy andrajosa y descalza que
mendigaba a los transeúntes que se quedaban varados en una isleta en mitad de
una ancha carretera esperando el verde del semáforo. Ahí los pilla, en una estrecha
franja de la que no te puedes mover y luego se te echa encima. Vista de cerca la gitana era más joven de
lo que aparentaba. A la vuelta, en el mismo lugar, la volví a ver, acurrucada
junto a un murete, devorando con ansia un helado. En cuanto acabó el helado comenzó de
nuevo su labor. Con el frío que hacía daban ganas de pedirle que se calzara
pero, claro, el ir descalza era uno de sus recursos conmiserativos.
Por último, recuerdo a un joven muy divertido y torero que
mendigaba por las bravas mediante un método algo arriesgado. Se ponía delante
de la riada de coches que confluían en un semáforo de la plaza de Colón y el
minuto escaso en que el tráfico se detenía sacaba tres bolos y los lanzaba al
aire haciendo, supuestamente, malabarismos. Los tres bolos se caían al suelo de inmediato y
al joven le daba tiempo a recogerlos atropelladamente y a mendigar por la
ventanilla de tres o cuatro vehículos. Luego salía zumbando.
También vi a unos cuántos genuflexos, como el de la foto. Esto ya es patético. Soy incapaz de darle una moneda a un tipo que la pide de esa forma, pero se ve que hay gente para todo.
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