sábado, 14 de junio de 2014

Un paseo por el parque natural de Pagoeta


En la cima del Pagoeta, hacia el oeste
Comienzo a explorar el parque natural de Pagoeta. Lo hago subiendo hasta la cumbre. El camino arranca junto a la iglesia de Aia. La primera mitad del ascenso discurre a pleno sol. La mañana es calurosa, con el cielo apenas cubierto a ratos por los restos de la neblina. La provincia entera parece haberse despertado con una persistente neblina que lo anega todo.
Prados y recinto para el ganado, desde la gran cruz

El camino es su mayor parte es una calzada. Atravieso muchas puertas a lo largo de la mañana. Algunas se franquean, otras hay que saltarlas. Las puertas impiden que el ganado, abundante por la zona, se desperdigue.
Hacia la mitad del trayecto aparece el bosque de alerces y de alisos. Es un alivio. En el bosque, en esta época, se escucha a las aves. Cuando el bosque termina casi estoy arriba. Me dirijo hasta la cruz. Dejo a la derecha un recinto, compuesto de vallas de madera, donde se recoge el ganado.
Aún quedan restos de neblina en las cumbres

Desde la cruz atisbo una segunda cima y me dirijo hacia ella. En una pequeña hondonada, donde reside un grupo de hayas venerables, en compañía de algunos fresnos, hay una construcción que resulta ser un albergue. El paraje es idílico.


El refugio, rodeado de hayas

Llego hasta el vértice geodésico y encuentro una veintena de caballos, de capa muy oscura, hembras y potros en su mayoría, que pastan tranquilamente. Los potros, a ratos, meten la cabeza debajo de sus madres buscando alimentarse de ellas. Es una postura que se me antoja muy incómoda.
Las vistas son espectaculares hacia los cuatro puntos cardinales. Como la niebla no se ha levantado del todo aún hay zonas envueltos en ella. En los valles aparecen algunos pueblos de los alrededores, con sus iglesias y su caserío. Al oeste, en un promontorio rocoso se ve una ermita. Cómo apetece acercarse hasta allí.
Un vallado de madera para proteger la charca

Esta es zona de enterramientos megalíticos. Aquí y allá hay dólmenes y túmulos que no llego a visitar. Pertenecen a pueblos de pastores, anteriores en varios siglos al cristianismo, y uno no puede menos de imaginar a esta gente merodeando por estas mismas montañas. Un hombre de la Edad del Hierro tendría una visión de estos parajes similar a la de hoy, pero sin las edificaciones, sin las paredes blancas y los tejados rojizos, sin las torres de las iglesias, sin cables ni líneas de alta tensión. El paisaje, tan sobrecogedor en función muchas veces de la climatología, aún debía ser más impresionante y solitario que ahora. La sensación de desamparo debía estar muy presente. De ella a la fe religiosa, de cualquier tipo, sólo hay un paso que la imaginación siempre estará dispuesta a dar.
Por otra parte –qué cosas me viene a la cabeza en estas alturas y paseos- la relación del hombre con los animales, que eran su fuente de sustento, qué diferente debía ser a la que tenemos ahora, con tantos intermediarios entre ellos y nosotros.
Un camino cómodo para recorrer las alturas

Desde lo alto puede uno caminar, en un suave descenso, por un terreno en el que conviven los pastos y las rocas. Andar sin prisas por estas alturas, a pleno sol, pero con un aire que refresca el ambiente, con un par de buitres planeando en el cielo, dejando reposar la mirada en cualquier punto, deambulando de aquí para allá, al capricho de los pies, es un placer, una sensación de amplitud y libertad, como pocas.
Un vía-crucis en el risco que se abre al valle

Una charca llena de vegetación que se ha formado en una pequeña hondonada, aparece rodeada de una valla de madera. Reconforta contemplar estos detalles, verificar que el amor por la naturaleza se materializa en cosas concretas.
Poco a poco dejo atrás la cumbre y busco el camino de vuelta, un camino que, tras otra puerta, se convierte en una senda. La senda pasa junto a una concentración de cruces –siempre las cruces en nuestra tradición vasca- concentradas en unos pocos metros, asomadas al abismo que se abre a sus espaldas.
Desde la estrecha senda que desciende a Aia

En algunos puntos la senda se estrecha, luego atraviesa zonas boscosas, siempre bordeando pendientes casi vertiginosas. Por el camino aparece un rebaño de ovejas descansando a la sombra de un gran árbol. Lo bordeo para evitar una espantada. A mano derecha una vieja señal de madera dirige hacia una fuente. La carretera de acceso a Aia serpentea entre el bosque. Una gran masa de arbolado autóctono surge por doquier.

El rebaño a la sombra junto al viejo tronco

En una terraza del pueblo, junto a la gran mole de laiglesia, me tomo una caña que me sabe a gloria, antes de recoger mi utilitario y despedirme, no sin antes emplazarme para visitar otro día el parque botánico que he visto fugazmente por la mañana.

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