Me gustan los charcos. Cuanto más grandes, mejor. Me alegro cuando salgo a dar mi paseo cotidiano y los encuentro por doquier. Ya no me meto en ellos, naturalmente, pero si tengo a mano la cámara, los fotografío. Encuentro atractiva la superficie del agua cuando nada la altera y se transforma en un espejo turbio. Esa imagen duplicada de lo real -que parece romper con la monotonía de las cosas- me produce un asombro placentero.
Se trata, sin duda, de una reminiscencia infantil. He observado que los niños aman los charcos. Les gustan quebrar la superficie del agua y contemplar cómo se recompone el espejo. Para volver a quebrarlo nuevamente.
Me gusta la atmósfera limpia y sosegada que deja la lluvia. Me gusta el trabajo del agua que despeja las calles y ofrece una sensación de amplitud y libertad. Pero como cada día llueve menos y hay desagües por todas partes, los charcos se han convertido en un bien escaso. Lo que incrementa su atractivo.
7.1.08
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