jueves, 7 de febrero de 2008

EL DESQUITE DE LA BEAUVOIR

A San Sebastián con la idea de recuperar en préstamo, de la biblioteca Koldo Mitxelena, el San Ignacio de Loyola de José de Arteche. La llevo por la mitad. Intento también localizar unas páginas de La ceremonia del adiós, de Simone de Beauvoir, que leí hace tiempo. Tratan sobre los últimos días de Sartre, ya muy deteriorado por la enfermedad vascular que acabó con él. Cuando leí el libro pensé: “Caramba, ciertamente, la Beauvoir se ha tomado su desquite”. Quería repescar estas páginas y hacer un post con ellas, ahora que se celebra el centenario del Castor. Pero el libro ya estaba prestado y habrá que esperar.

Curiosamente, hace unos días ví esta foto de la tumba de la famosa pareja. Ni siquiera sabía que fueron enterrados juntos. Después de leer la despedida literaria que le dedica ella hubiera jurado que no se llevaban bien en los últimos años. La imagen es de la fotógrafa Simone Sassen, que acaba de publicar un libro con textos de su marido, el escritor Cees Nooteboom. El título lo dice todo: Tumbas de poetas y pensadores.

En la misma estantería estaba la biografía demoledora que Carlos Semprún Maura le dedica al filósofo francés. A juzgar por los amenos y deslenguados artículos de Carlos Semprún, me hago una idea del tono que tendrá esta obra. Cuando un autor ha sido tan mitíficado como Sartre nada más natural ni higiénico que este tipo de trabajos. Lo dejo, si se tercia, para otra ocasión.

Me dá tiempo también a hojear una preciosa edición de Pablo Antoñana sobre la segunda guerra carlista. Las ilustraciones de la época =acuarelas y oleos, con algunas fotografías= son deliciosas.

Tanteando aquí y allá encuentro el libro que me llevaré a casa. No es el Arteche que tenía previsto. En cuanto lo he visto no he podido resistirme. Se trata de una antología de la revista Destino, con artículos de Pla, Cela, Delibes, Umbral, Perucho, Laforet, Matute, Gimferrer, Ruano, Torrente, Azorín, Luján, Vicens Vives … Un volumen doble, presentado en una caja recubierta con fotografías de prensa en blanco y negro: unas 1800 páginas. Por supuesto, lo leeré a saltos, como deben leerse este tipo de libros. Es una crónica de la historia de España desde 1937 a 1980. Probablemente me ceñiré al aspecto cultural, el que más me interesa en cuestiones históricas. La edición, del 2003, está inmaculada. Si no voy a ser el primer lector seré el segundo.
Verifico, una vez más, que soy un lector mucho más fiel a los autores que a las obras concretas. Dejo una por otra sin el menor reparo. Salvo que una obra me absorba por completo –y aún así- salto de un libro a otro. Practico el aforismo de Juan Ramón Jiménez: “No hay que leer todos los libros sino en todos ellos”.

Como la caja tiene un peso considerable la devuelvo a la estantería hasta la hora de tomar el tren de vuelta y me voy a dar un paseo.

Ha salido un sol delicioso. Me acerco hasta la Casa del Café y saco un capuchino de una máquina. Me lo bebo despacito sentado en un banco de una calle peatonal mientras veo pasar mujeres hermosas que parecen ir de tiendas y dejo que los rayos de sol me acaricien el rostro.

A continuación me dirijo hacia el Paseo Nuevo para contemplar la mejor panorámica del mar que ofrece esta ciudad. Pero antes me introduzco en la sala de exposiciones del Boulevard donde hay una exposición de fotografías de la naturaleza. Está bastante concurrida para lo habitual. A la gente le gustan los bichitos. Hay un grupo que sigue con atención las explicaciones de una guía sobre los gustos alimentarios de cierta especie de tiburones. Pero yo opto por salir corriendo a tomar el aire.

Acodado en el muro de contención, disfrutando de la inmensidad del paisaje, de la brisa marina, de las enérgicas olas saltando sobre la escollera. No resisto la tentación de dar una vuelta hasta el puerto, bordeando la base del Urgull. La embestida de las olas hace retumbar el suelo.

Qué pena no haber traído la cámara, me digo. Y al rato recuerdo que puedo usar la del movil. Así practico un poco con el artilugio. Lo cual que cada rato me paro a darle a las teclitas. Y disfruto, ciertamente.