Llego hasta la entrada del edificio de Tabacalera en San Sebastián, mi pequeña mochila a la espalda. En la puerta, un joven con folletos en la mano y una guarda de seguridad.
El joven me informa que debo dejar la mochila en recepción. Le pregunto a ver si las mujeres también deben abandonar sus bolsos. Me dice que no, las mujeres, no. ¿Entonces? Lo suyo no es un bolso, argumenta casuístico, es una mochila. Bueno, no hay problema: lo descuelgo de la espalda y lo convierto en bolso. Tampoco.
Hace calor, vengo de un viaje en tren fatigoso, no tengo ganas de discutir. Empiezo a sacar de mi mochila las cosas que voy a necesitar para ver la exposición: gafas, bloc de notas, rotulador… Entonces el joven se apiada y me dice que puedo pasar con mi mochila. Vale.
En el interior me cruzo con dos mujeres que lucen hermosas mochilas sobre sus espaldas. Les pregunto: ¿habeis tenido algún problema en la puerta para entrar con las mochilas? Me miran extrañadas: no, ninguno.
A la salida pido el libro de reclamaciones. No lo hay. Si quiere, me dice el joven, puede dejar un mensaje en el libro de visitas. No, gracias.
Este incidente me recuerda una anécdota similar que cuenta Warhol en su Diario. El se quedó en la puerta con su bolso. Treinta años no pasan en balde.