martes, 31 de marzo de 2009

Mañana de primavera en Hondarribia

De madrugada, en la radio, un experto dice que el ahorro energético producido por el cambio de hora es insignificante: lo que se gana por la noche se pierde por la mañana. Así pues, sólo puede tratarse de un gesto de poder. Uno más. Pese a ello, qué hermoso día de primavera, aunque habían anunciado mal tiempo, poco menos que la vuelta del invierno. Nos vamos a Fuenterrabía.


Aparcamos en la entrada para evitar las aglomeraciones habituales y porque lo mejor de este bellísimo pueblo está en este sector. Primero, una visita al jardín cercado por un muro, cuyo nombre he olvidado, y cuya entrada puede verse en esta obra del pintor hondarribitarra Javier Sagarzazu.


A la salida del parque aparece este árbol de flor delicada y elegante (¿ciruelo, cerezo?, tengo que preguntarle a Glo).




Desde el crucero se accede hasta el paseo que bordea la bahía de Higuer. En primer término las chalupas que se utilizan para acceder a las embarcaciones de mayor tamaño. Enfrente, Hendaya. A esta hora la marea está muy baja, lo que permite unas vistas inusuales, con los fondos al descubierto; media docena de mariscadores se esfuerzan aquí y allá.


Al fondo, entre los espigones, el Bidasoa se encuentra con el Cantábrico.




En la imagen queda bien, pero el ruido es muy desagradable. Parece que la máquina se te viene encima.


En paralelo a la pista del aeropuerto se contemplan las Peñas de Aya y se llega hasta la alameda, con su tristeza de plátanos desnudos y podados.


En el jardín de los patos hace tiempo que ya no hay patos, lo que es una lástima porque los patos encantaban a los niños y hacían compañía a los paseantes que descansaban en sus bancos de piedra. También aquí los cerezos en flor.




Encima de la muralla, otro pequeño jardín, el del viejo Casino. Lo preside un viejo tejo y lo adornan palmeras. Pero hay perros sueltos. Uno de ellos, una bestia parda, como su dueña, se abalanza sobre nuestro perrillo. Consigo espantarlo, el animal huye, pero el susto es tremendo. La dueña ni se inmuta, ni se interesa.



Todavía alterados seguimos hasta el rehabilitado Baluarte de la Reina, en un extremo del recinto amurallado. Desde arriba hay hermosas vistas sobre las Peñas de Aya y sobre el Jaizkibel. Descansamos un rato. El aire sopla fresco y vitalizante. De vuelta entramos en el bar del restaurante Alameda para refrescarnos y reponernos del susto.

*