Recorro la calle Ancha, continúo hasta la plaza de las Flores y a duras penas puedo abrirme paso. ¿Será posible que un miércoles laborable del mes de abril haya tanta gente en la ciudad? ¿Cómo será esto en el mes de agosto? Pero mis temores no tienen fundamento. Ocurre que han desembarcado cientos de pasajeros de un trasatlántico.
El barco, visto a distancia, parece un gran edificio de apartamentos, un mágico edificio de quita y pon. Un par de horas después los visitantes se retiran al interior del buque y las calles aparecen de nuevo transitables. Qué alivio.
Pronto descubro que las calles están limpias y relucientes, bien señalizadas y que las dimensiones de la ciudad antigua son perfectamente manejables, lo que resulta muy agradable.
La luz es intensísima. Si te quitas las gafas de sol durante unos minutos y luego vuelves a ellas descubres que estás deslumbrado y que te cuesta recuperar la visión.
Dejo a un lado la catedral porque el día soleado no invita a visitar catedrales ni templos, de los que hay abundantes en la ciudad. Tampoco estoy muy de iglesias últimamente.
Recorro buena parte del perímetro del litoral. Corre una suave brisa que alivia del sol poderoso. El paisaje marino es minimalista, sólo alguna que otra gaviota se interpone entre el mar y el cielo. El perfil de la costa se pierde lejanísimo y, todo alrededor, es agua. Se tiene la agradable sensación de encontrarse en el confín del mundo.
La playa de la Caleta no puedo disfrutarla debidamente porque están rodando una película en estos precisos momentos y el tránsito ha sido restringido.
A la hora de comer opto por una terraza en la plaza de San Antonio. A continuación, tras degustar un café y un delicioso pastelillo de hojaldre y crema, me introduzco en una librería que permanece abierta al mediodía, lo que es muy de agradecer.
Se trata de la librería Quorum. El pasillo tras la entrada es estrecho lo que engaña respecto a las amplias hechuras del establecimiento. En media hora doy con tres ediciones de bolsillo que me interesan y que adquiero a la buena de Dios ignorando, como es habitual en mí, cuando encontraré tiempo para hincarles el diente.
Por orden de aparición son las siguientes: El pájaro pintado, de Jerzy Kosinski, un autor del que he leído, con gran placer, dos de sus obras: Desde el jardín y Pasos.
La segunda obra se titula El fruto de la nada. Se trata de una recopilación de sermones y tratados del Maestro Eckhart (1260-1328), teólogo dominico alemán del que no tenía idea de que estuviese publicado aquí y del que tan sólo conocía algunos fragmentos por vía de terceros.
Finalmente, me tropiezo también con España, una historia única, de Stanley G. Payne, que me apresuro a depositar en mi bolsa. Bueno, me digo, he celebrado a mi manera el Día del Libro, aunque, debido al retraso, me he quedado sin el descuento habitual.
Dedico el resto de la tarde al museo de Cádiz, en sus secciones de Bellas Artes y de Arqueología, ambas muy recomendables, en especial la segunda.
Termino tan agotado que, a la salida, me siento en un banco de la plaza de Mina, en la que nació don Manuel de Falla, y me quedo un buen rato admirando el lento y espectacular deslizamiento de la luz sobre el adoquinado y sobre la vegetación, lamentando no poder quedarme una larga temporada bañándome cada día en esta admirable luminosidad.
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