La humanidad, en domingo, bajo el sol, permanece tranquila, indiferente, entregada a la potencia solar. Nada tiene sentido. Nada parece necesitar un sentido. Sólo la languidez, el dulce no hacer nada. Un baño tal vez, un paseo, la contemplación de los otros. Sólo hay una ocupación: vigilar a los niños, esparcidos aquí y allá, concentrados en sus cosas, serios.
Cuerpos y más cuerpos. Todos, la mayoría, lejos de cualquier ideal. Qué más da. Lo que importa es ver a la muchedumbre plácida, gozosa, conforme por unas horas. Cuando me canso hago una parada, busco un hueco en la arena, tiendo la toalla y me tumbo. Escucho fragmentos de conversaciones, pero se las lleva la brisa. Me doy un baño.
El agua ya está medio templada. A la salida vuelvo a tumbarme. Descubro a mi lado a un colega de los viejos tiempos. Con su mujer, a la que no conozco, y sus dos hijos. Fingimos no vernos. Desganados de saludarnos. Los viejos tiempos, cuando nos creíamos el ombligo del mundo.
Me siguen llegando frases que apenas escucho. Domingo a media tarde, un baño de multitudes. Me gusta pasear entre ellas como un fantasma.
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