domingo, 29 de julio de 2012

La roca española (Velázquez), 2



Sin proponérmelo me encuentro –fascinado- frente al Cristo de Velázquez. Dicen que es un icono de la devoción católica española. Unamuno le escribió un poema famoso. Pero a mí me tiene admirado el cuerpo, uno de los cuerpos masculinos más sensuales que me ha sido dado contemplar. Un cuerpo muerto que parece vivo. Delicadísimo el paño blanco inmaculado que ciñe su cintura y contrasta con el blanco manchado de la carne. Su modernidad es asombrosa. Me pregunto si tanta sensualidad no fue un atrevimiento de Velázquez en su época. La sobriedad del color es también impresionante, con apenas las manchas de sangre y el fondo oscuro del que surge la figura. La belleza del rostro que se intuye bajo la larga melena y la barba.



De la serie de bufones, enanos y locos –predilectos del artista- me detengo ante el retrato del bufón Sebastián de Morra. Este hombre, que fue servidor del cardenal infante don Fernando en Flandes, debió gozar –como refleja su ropa- de una buena posición social. Al parece tuvo a su vez un criado. A su vuelta a España sirvió al príncipe Baltasar Carlos. Lo que más ha llamado mi atención es su mirada, una mirada que refleja inteligencia y tristeza. Una mirada que se encara al espectador y parece preguntarle: ¿Y tú que opinas de todo esto? ¿Tú qué opinas de esta vida, de mi vida, de este cuerpo deplorable mío?





Por último, otro de mis favoritos. Siempre vuelvo a las hilanderas, en particular a la mujer en escorzo. Su nuca, la blancura de su piel, la elegancia de su gesto. Me enamoró desde la primera vez que la vi pese a que su rostro permanece oculto.


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