miércoles, 15 de febrero de 2017

Paisaje y ruinas en el monasterio de San Pedro de Arlanza


 Arriba, a la izquierda, las ruinas de San Pelayo

Como el tiempo está tan imprevisible he decidido empezar la excursión con una visita al monasterio de San Pedro de Arlanza, en Hortigüela, carretera de Soria adelante. El resto de la jornada, aunque llevo algunas referencias anotadas en unos papeles, lo dejo a la inspiración del momento. Por el camino, según me interno en las Tierras de Lara, cae un poco de aguanieve. El termómetro no pasa de un grado. El tráfico es escaso.

Hacia las 11 de la mañana sólo hay un vehículo en el aparcamiento junto al monasterio. Debe tratarse del vehículo del vigilante. Enseguida verifico que, en efecto, hace frío. Me abrigo y, móvil en mano (hace tiempo que mi cámara fotográfica descansa en una estantería arrumbada por mi pereza y comodidad), desando un poco la carretera para obtener una imagen panorámica del enclave. En lo alto del risco están las ruinas del antiguo eremitorio de San Pelayo. Ahí está el origen de este famoso e importante monasterio, cuna de Castilla, según dicen, y hoy convertido en atractivas ruinas, si es que puede prescindirse de esa nota melancólica que toda ruina conlleva.





Hacia el siglo X, en las cuevas de estos cañones calizos que ha conformado el río Arlanza, vivían eremitas. Menudo frío debían pasar. Poco a poco y con la ayuda de los primeros condes castellanos empezaron a levantar estos edificios, junto a la orilla del río y al abrigo de las paredes rocosas. De la vida eremítica pasaron a la cenobítica. Con el tiempo practicaron la regla de San Benito. Fue la orden benedictina la que levantó y habitó este lugar.

Con sus más y sus menos, sus esplendores y sus decadencias, sus poderes y sus sometimientos, los frailes habitaron estos parajes durante siglos -ocho o nueve-, hasta la desamortización de Mendizábal, en 1835, en que todo se fue al traste definitivamente.


 Los ábsides de la iglesia

A partir de esa fecha fue la ruina y el expolio. La espléndida biblioteca fue saqueada, aunque alguna parte consiguió ser trasladada a la vecina Silos. Los frescos románicos de la sala capitular fueron a parar a diversos museos, uno en Cataluña, otro en Estados Unidos, y a manos de particulares. Los sepulcros condales fueron trasladados a la catedral de Burgos y a la colegiata de la vecina Covarrubias. La espléndida portada terminó en el Museo Arqueológico Nacional. Y, entre unos y otros, y la acción erosiva de una naturaleza dura y un siglo y medio de tiempo, sólo ha quedado el espléndido esqueleto que ahora podemos contemplar.

La torre
Como la puerta está abierta y estoy en el horario de visita traspaso el amplio y oscuro zaguán. Sobre la puerta hay una escultura que representa a un caballero cristiano en el trámite de liquidar a espadazos a dos sarracenos, pero hoy los sarracenos son apenas visibles, como si la erosión del tiempo también se hubiera conformado a los sacrosantos principios de la corrección política e histórica.


Mientras inspecciono el pequeño primer claustro, en mitad del cual vive un abeto pinsapo (árbol más propio de regiones cálidas pero que parece haberse aclimatado bien entre los muros monásticos) diviso una figura que deambula entra las piedras. Es la guía y vigilante del recinto. Nos hacemos compañía durante un rato, y, mientras deambulamos entre las piedras, me va contando cosas en respuesta a mis preguntas.

El escudo del monasterio: las llaves del Vaticano superpuestas a los castillos

El segundo claustro es mayor y más antiguo que el primero. Fue levantado en estilo herreriano sobre otro anterior. Al fondo estaba la iglesia, en la que los estilos se superponen empezando por el románico y siguiendo por el gótico. Era muy grande, de unos cuarenta metros de longitud. En un lateral se alza la torre, todavía practicable, con un aire un poco militar que no le sienta nada mal. Se mantienen en pie, además, la sala capitular, el refectorio, que también era de buen tamaño pues aquí llegaron a convivir unos ciento cincuenta monjes y algunos otros elementos. Otros muchos detalles arquitectónicos pueden consultarse en este enlace de Arteguías que es una publicación muy recomendable para los aficionados a las piedras, las ruinas y las viejas ermitas.


Media hora más tarde, el tiempo parece que se estabiliza y, sobre la marcha, descarto mis vagos planes de visitar alguno de los pueblos vecinos. En su lugar voy a trepar hasta el cerro de San Cristóbal, aquí al lado. Al venir he pasado por la zona recreativa El Torcón lugar desde donde arranca la ruta. La zona en la que me encuentro es de gran belleza. El Arlanza, que discurre a los pies del monasterio, ha excavado grandes paredes rocosas donde anida el buitre. Las laderas están pobladas de encinas y, sobre todo, de sabinas, los famosos sabinares del Arlanza.

Tordómar, Villahoz, Mahamud y un capelo para Cisneros