Aunque el agua está un poco fría, uno puede bañarse sin temor a que le pase una tabla de surf por encima. La playa ofrece todavía su encanto un poco salvaje, despeinada por los temporales del pasado invierno. El viento, las mareas, el oleaje, la lluvia, han dejado su huella sobre la superficie de la arena. Los elementos han puesto en evidencia que la playa es un ser vivo, sometido por tanto a las inclemencias atmosféricas.
Las pleamares traen remesas de algas hasta la orilla. Las crecidas se meten por donde encuentran un terreno hundido, las bajamares dibujan figuras como de mosaico, constelaciones de charcos, lagunillas de un palmo, meandros y otros caprichos acuáticos.
Potentes máquinas han aparecido para mover la arena de aquí para allá, tapar las oquedades, rellenar los desniveles y dejarlo todo pulcro y liso de cara a la temporada veraniega.
Ya han surgido los primeros tablones coloreados, las primeras piezas del mecano turístico. En un par de semanas habrán levantado un tinglado de casetas, cabinas, toboganes, clubes infantiles, parasoles, alquiler de pedalones, puestos de socorro, altavoces, chiringuitos y el resto de la parafernalia.
Es otro concepto de la playa, bien distinto al del paseante de invierno. La melancolía amenaza con activarse ante estas primeras insinuaciones de la pretemporada. Ahora disfruto más con cada paso que doy, con cada brazada. Mañana será otro día.