La noche de nuestra llegada a la aldea nos vamos a cenar a un restaurante a pie de carretera. Pido una tortilla de espárragos, que no figura en la carta. La camarera me mira desconcertada. Cuando voy a explicarle en qué consiste una tortilla de espárragos ella se me adelanta con una explicación surrealista.
Le digo que sí, que más o menos es así. El resultado consiste en dos espárragos enteros entre dos fragmentos sólidos de tortilla, como si se tratara de un bocadillo.
Me lo como sin rechistar a golpe de cuchillo.
Hacia las once de la noche entran dos parejas con niños en el comedor.
El más grueso de los hombres lleva una melena lacia y una camiseta negra de ACDC. Su mujer hace juego con el marido, al menos en cuanto a hechuras y vestimenta.
No merecemos una sola mirada ni, mucho menos, un saludo.
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Primera mañana en Playa América.
Durante el paseo por la orilla del mar diviso a una pareja madura que va tirando de una silla de ruedas. En la silla viaja un ser humano del que apenas puedo ver otra cosa que una cabeza minúscula tocada con una gorra roja y una de las piernas, esquelética, que sobresale de entre la ropa.
La figura permanece inmóvil bajo un sol esplendoroso. El cuerpo que se adivina está retorcido y exangüe.
Al principio no sé si se trata de una persona o de un muñeco. Se me pone un nudo en la garganta, siento como si de pronto me abandonara toda energía.
De inmediato pienso en la animosidad de los padres que se ocupan de que a la criatura tome un poco el sol. El contraste entre este ser y el resto de los que nos movemos más o menos felices por la playa es tan grande, tan poderoso que lo imagino como alguien sagrado, especialmente tocado por la gracia.
Todo debería paralizarse a su paso, todos deberíamos desear ser bendecidos por un ser así.
Obviamente no ocurre nada, todo es indiferencia.
Esta visión me recuerda a los hombres santos que Lanza del Basto encuentra en su peregrinación por la India. Hombres que permanecen de por vida sentados en un lugar dejando que la gente los cuide y alimente, dejándose venerar.
Este hombre de la silla de ruedas debería ser uno de ellos, pero esto no es la India, ni estamos en 1937.
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Al amanecer doy una vuelta por la viña y los manzanos respirando el aire puro y húmedo de la mañana.
Es la hora de las rulas o rolas, pequeñas palomas salvajes que han proliferado por toda la comarca. Vienen hasta la finca vecina para robarle el maíz a las gallinas. Acechan desde los cables telefónicos y los tejados.
Son más estilizadas que las palomas. Tienen el manto gris y un zureo suave y cadencioso que se parece al del cuco. Su vuelo es rápido y nervioso. Resulta difícil fotografiarlas: a la menor sospecha huyen. Tal vez esa desconfianza sea la causa de su proliferación.
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