viernes, 11 de septiembre de 2009

José Jiménez Lozano, Historia de un otoño (2)

Vista de Port-Royal des Champs, obra de Louise-Magdelaine Horthemels (1686-1767)

Y sin embargo –dijo el cardenal- lo que se nos dice en la Escritura sobre el cielo no es lo que busca nuestro corazón: esta vida. Oíd, señor Nuncio, oíd la lluvia. En primavera volverá el verdor inigualable del que la propia Biblia ha tomado idea para pintarnos el Paraiso. Un Paraiso de tierra. Mirad el fuego, esa criatura brillante de mil lenguas de oro. Mirad los ojos de un niño (…) Los teólogos dicen que veremos la esencia de Dios. ¿Cómo puede este gusano de la tierra, a quien basta un borgoña y un poco de fuego para colmar su sed de felicidad, desear la esencia de Dios? (…) ¿Cómo no van a luchar los que carecen de los bienes de este mundo para gozar de ellos? Siempre habrá frondas hasta que todos sean felices; y, cuando todos logren ser felices…, olvidarán a Dios.

Yo siempre soñé en la guerra. Pasé seis años en los Dragones del Rey. Ni el amor proporciona placeres como los de la guerra: una lanzada que atraviesa las entrañas de un enemigo odiado es el más suculento de los espasmos. El odio es un placer de dioses.

Pero la hora de las Tinieblas es también la hora de Dios. Y la hora de volver a encender las lámparas y de aprestarse a la defensa, a la vez que nos entregamos en los brazos de la Divina Misericordia.

Monsieur D´Argenton volvía a sentirse pequeño o, quizá, todavía pensaba que las monjas no habían comprendido bien lo que se les anunciaba: su extinción como comunidad, la muerte de Port-Royal. En el mundo, en estas ocasiones, se hace teatro. Por ejemplo cuando se apartan los amantes; pero en un monasterio, donde ni siquiera la muerte se cuenta como separación definitiva, una medida como ésta, que rompía, sin embargo, el alma de aquellas mujeres, no llegaba a adquirir rango dramático.

Pero mostrarse orgullosos de ser pobres. La Iglesia se ha hecho para los pobres. Los ricos, en cuanto tales, no son soportados en ella, sino por pura tolerancia. Rezad mucho para que, al fin, no sean aplastados y depedidos, como en el Magnificat.

Un devoto siempre soportará mal a un hombre de fe. Un devoto es un pobrecillo asustado que, en un Estado ateo, sería ateo. En una cristiandad es un cruzado. ¿Qué otra cosa podría hacer con su fe, tan vacilante y pequeñita, que afirmarla, a mazazos, sobre la cabeza de los demás?

De vuestro abate Saint-Cyran decía el cardenal Richelieu que era más peligroso que seis ejércitos rebeldes. Porque nada hay más temible, en verdad, que el espíritu de libertad, unido al espíritu de fe… Eso es un explosivo bajo los pies de todas las construcciones de los hombres.

Esa pequeña alegría humana, que, al fin y al cabo, es lo que impide que nuestra humana conciencia ser devorada por el absurdo, la desesperación o el miedo. El mundo pagano era extraordinariamente triste. La vida era trágica, porque no había salida para el conflicto humano ante el dolor y la injusticia o la muerte. Después de la tragedia del Calvario en que Cristo llamó a Dios, su Padre, y Este parecía haber muerto, ya que no acudió a la llamada, al hombre se le ha ahorrado la tragedia. La vida humana, por dramática que sea, es ya una comedia que termina bien.

Somos una raza que ama la debilidad. Y no por un instinto enfermizo, sino porque la debilidad, la enfermedad, la pobreza, la pequeñez y la muerte nos hacen esperar, vivir en el “eón” de Cristo, que ha de venir. Mientras la gloria, el poder y la riqueza nos atan al reino de este mundo, hasta desear que Dios no exista para que este reino no pase. Eso son las bienaventuranzas y las malaventuranzas. Bienaventurados, si no convertimos al hombre en Absoluto; malaventurados, si adoramos al hombre y a este mundo.

-