“Una resignación completa es lo único que nos redime.” Arthur Schopenhauer, el hombre que escribió está sentencia, nunca fue un resignado. De haberlo sido jamás hubiera llegado a ser el filósofo que cambió el rumbo de la filosofía, el hombre que enseñó al mundo la verdad o, al menos, su verdad. Hijo de un rico comerciante su padre hizo todo lo que estaba en su mano para que continuara el próspero negocio familiar, pero el joven Arthur mostraba más inclinación por el estudio y el conocimiento que por los negocios de importación y exportación. La prematura muerte de su progenitor (tal vez un suicidio) le permitió acceder a los estudios universitarios.
Entre la niñez y la adolescencia aprendió el francés y el inglés, además del alemán materno. Durante su juventud se hizo con el latín, el griego y, más adelante con el italiano y el español. Durante su primer año en la universidad se dedicó a las ciencias, con el objetivo de estudiar medicina, pero la lectura de Platón y la de Kant –sus dos grandes amores intelectuales junto con los Upsanidash- le inclinaron por la filosofía.
Schopenhauer, que viajó por Europa en compañía de sus padres en plena juventud, siempre se mostró agradecido a su padre por haberle transmitido una fortuna que le permitió vivir con independencia durante toda su vida. Por el contrario, las relaciones con su madre, la escritora Joanna Schopenhauer, siempre fueron conflictivas hasta el punto de que dejaron de verse y de hablarse cuando el filósofo tenía 33 años. Arthur achacaba su misoginia y su aversión al matrimonio a la personalidad de su progenitora.
A diferencia de su primogénito Johanna fue una mujer muy sociable que, tras su viudedad, se instaló en Weimar, ciudad en la que abrió un salón al que acudía la intelectualidad europea de la época con Goethe a la cabeza. Fue autora de varios libros de viajes y de novelas que tuvieron un éxito considerable. Su hijo, por el contrario obtuvo un rotundo fracaso cuando, a los 30 años publicó la primera parte de El mundo como voluntad y representación. Esta circunstancia, junto al ninguneo de que fue objeto por parte de sus alumnos en la universidad no contribuyó a mejorar su sociabilidad ni a atenuar su altivez y arrogancia. Pese a ello nunca se dio por vencido pues estaba convencido de su propia genialidad y de la importancia de su obra. Creía haber desentrañado, y puede que lo lograra, el enigma de la existencia.
Aunque tuvo varias amantes a lo largo de su vida y en alguna ocasión estuvo a punto de contraer matrimonio, Schopenhauer fue un solitario que vivió, en compañía de sus perrillos de lanas, entregado a su obra. Gran amante de la música (Mozart y Beethoven), pero sobre todo de Rossini y la ópera.
En este libro de Luis Fernando Moreno Claros se incluyen varios esbozos sobre la filosofía del gran pesimista pero su objetivo es más biográfico que filosófico. El interés de Schopenhauer por la cultura española queda reflejado en su traducción del Oráculo manual de Gracián. Estudió también a Cervantes, el teatro de Calderón y el de Lope de Vega, la obra de Mateo Alemán, la de Juan Huarte de San Juan e incluso la de Larra.
Durante los últimos años de su vida, tras instalarse en Francfort, donde llevaba una vida sedentaria, su obra empezó a ser reconocida y fueron muchas las personas que acudieron a visitarle. Durante toda su existencia detestó el academicismo y la jerga filosófica de la época, de la que el filósofo Hegel era su máximo representante. Calificó a este de “falso y huero”, en definitiva, “un soplagaitas”.
Tras publicar su obra principal profetizó que su libro daría pie a otros cien más. El pronóstico se quedó corto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario