Paso la frontera y encuentro un espectacular control de alcoholemia y drogas debajo de un puente. Ya me veo soplando el desayuno pero el guardia, muy amable, ve mi bolsa de deporte y me franquea el paso.
A las 8.30 estoy en la puerta del polideportivo de Irún, dispuesto para mi sesión natatoria. Sin embargo, sorpresa, no abren hasta las 9. Como es semana santa todo anda desmadrado. Así que doy una vuelta por el Polígono 54 para hacer tiempo.
Apartamentos en colmenas, con media docena de casitas con sus jardincillos que sobreviven entre el cemento y una iglesia que parece una caja de cerillas. Todo está cerrado. En la calle, además de miles de coches aparcados, sólo hay perros –dispuestos para la primera deposición del día- con sus dueños. Recorro un paseo con vistas sobre el Bidasoa y el parque de ribera francés. En la otra orilla también hay perros –dispuestos a lo mismo- con sus dueños que se juntan para charlar.
Cuando regreso al polideportivo ya hay treinta personas esperando a que abran las puertas. Por suerte no hay aglomeraciones en la piscina. Aunque parezca mentira aún es temprano.
Cuando salgo del agua me administro una sauna. Estoy solo. Al rato entran dos boronos que ni saludan; a uno le gotea el bañador a chorro en cuanto se sienta. Qué nausea.
En casa hago unas llamadas a ver si consigo un fontanero. Está difícil la cosa. Dejo recados en los contestadores pero nadie me llama. Parece que en Francia también están aquejados por el síndrome de la semana santa. Todo termina por contagiarse.
Salgo con el perro, yo también, debajo del paraguas porque llueven gotas gordas. Abrevio el paseo porque ni al él ni a mí nos gusta mojarnos. Pero antes me asomo a la playa. Muchos surferos por las vacaciones escolares españolas.
Una ninfa descalza, de melena leonada, enfundada en neopreno, baja a la playa y se pone con la gimnasia de calentamiento. Lástima de cámara.
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