Desde el coche, camino de casa, veo al borde de la carretera un gato atropellado por un vehículo. Una mancha roja resalta sobre el lustroso pelaje negro. Junto al cadáver, de pie, hay un hombre alto con una expresión extraña en su rostro. No mira al animal sino que tiene la vista elevada y perdida en el aire. En su cara hay un gesto de incredulidad y de dolor.
En un primer momento pienso que se trata de un transeunte que se ha detenido para retirar el cadáver pero enseguida me doy cuenta de que el hombre es el dueño del gatito. La escena, que veo fugazmente, tiene un aire solitario y desolado.
Al momento recuerdo a la gata cazadora del pasado verano. Había criado a su camada escondida en la casa deshabitada. Había limpiado la finca de ratones. Un mal día, sin que pudiéramos agradecerle su trabajo, cruzó la carretera y un coche acabó con ella.
Media hora después vuelvo a pasar y el hombre y el gato han desaparecido. El tráfico y la vida discurren ajenos.
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