Mañana en una ciudad, 1944. Edward Hopper.
Edward Hopper, el pintor del silencio, levanta mucho ruido a su alrededor. Al menos en la exposición que durante este verano le dedica el museo Thyssen de Madrid. Hay una gran afluencia de público y, cuando las salas se llenan, se produce un murmullo estruendoso que obliga a las vigilantes (la mayoría son mujeres) a reclamar en voz alta que se guarde un poco de silencio. Aquí existe la costumbre de hablar hasta debajo del agua, pero lo encuentro un poco surrealista y, sobre todo, me recuerda demasiado a mis tiempos escolares. No termina uno de acostumbrarse a esa manifiesta incapacidad del español para el silencio o, al menos, para el murmullo.
Como no todos los días pueden verse obras de Hopper hay que decir que la exposición es muy interesante y que constituye una oportunidad única para los aficionados a este pintor norteamericano que deben ser legión. Me demoro bastante en los cuadros, muy consciente de que es casi imposible que tenga una segunda oportunidad de contemplarlos. Constato que hay mucha arquitectura en esta selección, quizá demasiada, en detrimento de las escenas de interior. Constato también que faltan muchas de las obras emblemáticas. Pero es justo reconocer que todo lo que se exhibe es de gran calidad, como corresponde a la obra de este norteamericano.
Quizá lo que pase más desapercibido es la obra gráfica para revistas y otras publicaciones, que puede verse en la proyección de un video y que el público parece desdeñar pese a su obvio interés.
El caso es que ya son las ocho de la tarde y me encuentro algo cansado, así que tomo asiento en la esquina de un banco frente a una de las mejores obras, Mañana en una ciudad (1944), un desnudo femenino en el interior de una habitación contemplando la luz matutina. La modelo, como es habitual, es Josephine, la esposa del pintor. Esta obra resume bien a Hopper. En ella está el protagonismo de la luz, la soledad, la exquisita combinación cromática, la temática del viaje, el desarraigo del viajero (y de todos los humanos pues, al fin, la vida es un viaje) e incluso la sensualidad y el erotismo un poco frío de este artista. Llegan dos mujeres maduras, se instalan frente a la obra y la comentan: pues hay que ver qué culo más firme tenía esta mujer a los sesenta años… Las señoras se han tomado la molestia de calcular la edad de la modelo, pero le niegan al pintor la posibilidad de salirse un milímetro de la cruda realidad. No creo que esta actitud frente al arte (y frente a la vida en general) sea una excepción. Más bien creo que está muy generalizada. Hemos hecho un dogma de lo real o, peor aún, de lo que nuestros sentidos y de lo que los medios de comunicación, nos muestran, nos imponen como real. Pero, bueno, esto carece de importancia.
Con la luz de Hopper tengo la sensación, sobre todo en los temas de exterior, de encontrarnos siempre en verano. Es una luz intensa, radiante, dorada unas veces y blanca y descarnada otras. Es una luz muy parecida a la que hay en estos momentos más allá de las paredes del museo, es una luz madrileña. Qué cosa extraña. Hay varios aspectos de Hopper que me enamoran. El primero es el color, una maravilla de armonía y de buen gusto. Y, mediante el color, como he dicho, la luz. El segundo es la composición, los encuadres, que aproximan su obra tanto al cine y que el cine ha utilizado con tanto desparpajo. El tercero son los temas, los personajes siempre solitarios, siempre metidos en su mundo, en sus propios pensamientos, ensimismados. Es una pintura que parece inducir a la reflexión, a la meditación.
Sin duda ha merecido la pena el esfuerzo de venir a verla pero es que Madrid, este verano, presenta una oferta artística impresionante.
El documental completo
Una galería hopperiana
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