Mi astenia se agudiza con los
cambios de estaciones. Estos primeros días de otoño me cuesta situarme en el
mundo. Cumplo la rutina mañanera como un sonámbulo.
Antes de comenzar el paseo habitual
me detengo a contemplar la bajamar en la bahía. Las gaviotas y los patos desayunan.
Cuando me doy la vuelta para
empezar mi camino tengo una visión: una corredora joven, esbelta, rubia, la
melena lisa recogida en una coleta, con un minivestido blanco de tenista, pasa
al trote. Parece salida del cincel de Praxíteles.
La visión no me ayuda a
despertarme. Por el contrario, me devuelve a la ensoñación. Su energía enerva
mi lasitud. Qué pocas ganas de andar tengo. Me lo tomo con calma.
Me asomo a la playa. Está vacía.
Por ahí viene la máquina barredora a todo decibelio. Me dan ganas de huir por
una calleja lateral. Pero sigo. Todo pasa. Afortunadamente.
Cuando voy a girar para retornar al
punto de salida la imagen de la corredora aún revolotea por mi cabeza. No ha
dejado de hacerlo en todo el paseo. Entonces tengo otra visión. En el mismo
bulevar, una anciana caída en el suelo, inmóvil, encogida, inconsciente,
rodeada de tres o cuatro personas que se esfuerzan en ayudarla.
Ahora sí me despierto. En unos
minutos llegarán los bomberos. Puede que ya sea demasiado tarde. Nada puede
hacerse. Todo fluye.
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