jueves, 6 de marzo de 2014

Recuerdos nocturnos de Leopoldo María Panero



Debió ser a mediados de los ochenta, no lo recuerdo bien, el día que me enteré que el poeta Leopoldo María Panero vivía en Irún, en compañía de su madre, Felicidad Blanc. Creo que para entonces Leopoldo ya pasaba temporadas en el psiquiátrico de Mondragón, en Guipúzcoa, aunque salía con frecuencia, le daban permisos o algo parecido.

Supongo que, como mucho, había leído alguno de sus poemas. Pero lo conocía, sobre todo, por la película El desencanto, de Jaime Chávarri. Estaba bastante fascinado con el personaje cuando me enteré de que iba a dar una lectura de sus poemas en el bar Giroa.

Yo por entonces hacía algunas colaboraciones en El Diario Vasco y pensé, con la ingenuidad que ya me caracterizaba en aquella época, que quizá pudiera hacerle una entrevista.

El día señalado, un viernes por la noche, mi novia y yo nos presentamos en el bar. El pequeño local estaba abarrotado de gente, humo y un rock más bien estruendoso.

Enseguida le localicé. Su pelo canoso, la nariz ganchuda y un aire torvo y siniestro le hacían inconfundible. Estaba en una esquina del mostrador, en compañía de un tipo largo y estirado, trasegando una caña de cerveza tras otra y fumando sin parar.

Nos presentó el dueño del local a quien yo conocía. Leopoldo me tendió la mano y retuvo la mía unos segundos mientras me escrutaba. No tardé en percatarme de que estaba considerablemente borracho. Su espigado y amanerado amigo se llamaba Antonio y también era escritor. Luego supe que era una especie de vigilante contratado por la madre del poeta.

Leopoldo y yo empezamos a charlar pero el volumen de la música hacía imposible la conversación. Para colmo Leopoldo arrastraba las palabras y se expresaba con mucha dificultad. Yo asentía sin comprender y le miraba a los ojos, oscuros y brillantes, con una mezcla de temor, curiosidad y pasmo.

Al rato desconectaron la música y apagaron todas las luces menos un pequeño foco que caía sobre un rincón junto al ventanal. Leopoldo -embutido pese al calor sofocante en un chaquetón azul marino- de pie bajo el foco, sacó un fajo de cuartillas y empezó a leer.

El público no prestaba la menor atención. El ruido ambiental apagaba por completo el desbaratado y amorfo recitado del poeta. Mi novia y yo nos mirábamos atónitos.

-¿Qué coño es esto? –dije.

-No tengo ni idea –contestó mi amada.

En ningún momento Leopoldo hizo nada por imponer su voz ni sus versos, simplemente leía de corrido, como si su único objetivo fuese acabar lo antes posible y reanudar su trasiego de cerveza. El recital duró unos diez minutos. Luego conectaron la música, restablecieron el alumbrado y el poeta regresó a la barra. 

Pidió dos cañas y se las bebió de sendos tragos. A continuación volvió a reanudar su monólogo conmigo como si tal cosa. Yo no entendía lo que me decía pero sí lo suficiente para comprender que su charla estaba plagada de citas eruditas en varios idiomas y de jerga sicoanalítica.

En unos minutos abandoné toda esperanza de hacerle una entrevista: a mi periódico por aquella época no le interesaban gran cosa las divagaciones sicoanalíticas ni creo que la poesía de vanguardia ni nada parecido.

En mitad del monólogo apareció mi amigo Koldo, que se había enterado de la lectura y venía a curiosear. Se lo presenté a Leopoldo y éste, sin apartarle la vista de encima, empezó a vacilarle de mala manera.

-Tú eres un espía -le soltó al pobre Koldo, que en realidad es un santo-. Y a mí me caen mal los espías-. Se lo repitió dos o tres veces. Koldo estaba alucinado. Me cogió del brazo en un aparte para preguntarme qué le pasaba a aquel tipo. No supe qué contestarle.

A medida que mi amigo Koldo se encogía Leopoldo se crecía y se ponía más impertinente y faltón. Finalmente Koldo optó por largarse. Unos minutos después mi novia y yo hicimos lo propio. Mandé unas líneas al periódico y las metieron en una esquina de Ocio y Televisión. Fue un detalle.

Dos o tres meses después, pasada la media noche, entré en el bar Muga y allí estaban los dos: Leopoldo y el espigado Antonio, su sombra. Me acerqué a saludar. Me fijé que Leopoldo sólo bebía Coca-Cola, es decir, una Coca-Cola tras otra. Tal y como parecía su costumbre estuvo monologando durante un rato. Yo intentaba prestarle atención pero, una vez más, me resultaba incomprensible.

Cuando se aburrió empezó a merodear por el local causando estupor entre la clientela, en especial entre quienes no le conocían, que eran la mayoría.

Durante su ausencia Antonio me contó que el poeta tenía problemas con el alcohol, que permanecía largas temporadas en el siquiátrico y que él vigilaba para que no bebiera.

-Hemos estado una semana en Tánger –dijo-- y no ha probado una gota de alcohol. Eso sí, se ha inflado a canutos.

Ello demostraba, según Antonio, que era la propia sociedad la que incitaba a beber a su amigo. No tuve nada que objetar al respecto. Ponerse a rebatir tópicos ya por entonces me parecía  una labor agotadora y estéril.

El siguiente encuentro tuvo lugar de nuevo en el Muga, un sábado de madrugada. Localicé a Leopoldo apoyado en la barra. Había aprovechado la ausencia de su vigilante para emborracharse. Yo estaba solo y también llevaba lo mío encima. Me alegró verlo. Tenía algo que te provocaba cariño.

Cuando estaban a punto de cerrar, hacia las 2 o 3 de la madrugada, entraron dos tipos con pinta rara. El dueño del bar, que era un hombre muy precavido, me hizo una seña respecto a los visitantes. Comprendí de inmediato: eran guardia civiles de paisano, probablemente estaban armados, y no parecían felices. Estábamos en los años de plomo del terrorismo vasco.

Los tipos se instalaron justo a mi lado, lo que me puso bastante nervioso debo confesar. Procuré darles la espalda e ignorarlos pero Leopoldo,  en cuanto los vio, pareció entrar en éxtasis. Los miraba fijamente, como hipnotizado, por encima de mi hombro. Los recién llegados no tardaron en sentirse observados.

-Se puede saber qué coño miras tú –escuché una desagradable voz en mi oreja izquierda. Dí un paso atrás y miré discretamente. El saludo procedía del más joven.

Leopoldo no dijo nada pero en su rostro apareció una sonrisa entre seductora y maligna. Por mi parte intenté que Leopoldo reanudase su monólogo conmigo pero el poeta me ignoró totalmente. Sólo tenía ojos para el más joven de los policías. Era un joven hosco pero no exento de atractivo. Aquellos había sido un flechazo.

Sin embargo, el joven agente estaba de un humor de perros y tenía el alcohol irascible.

-Eh, pero bueno, qué coño estás mirando, gilipollas -le gritó de nuevo a Leopoldo.

Yo quería volverme el hombre invisible. Tenía la sospecha de que si empezaba una pelea yo no iba a irme de rositas. Me preguntaba cuánto tiempo iba a tardar en empezar la bronca. El dueño del Muga tampoco salía de su asombro. Leopoldo seguía sin hablar, pero no dejaba de sonreír ni apartaba los ojos del joven militar.

Aquella sonrisa decía claramente: “Veis, todo el mundo está acojonado con vosotros. Todo el mundo menos yo. A mí no me dais miedo. ¿Y sabeis por qué? Pues muy sencillo, porque lo que hagáis conmigo me resulta indiferente. Me da igual que me insultéis, que me peguéis. Como si queréis darme un tiro. Todo me es indiferente. La vida me es indiferente. En el fondo no haréis sino darme placer. Además, jovencito, pese a tu mala leche, me gustas, eres un chico muy guapo”.

Me preguntaba si Leopoldo además de gay era masoquista. La tensión se estaba haciendo insoportable. Finalmente, el joven pareció aburrirse del pulso visual y su más veterano compañero aprovechó para sacarlo del establecimiento. Leopoldo no dejó de perseguirlos con la mirada hasta que traspasaron la puerta, incluso los acompañó hasta el umbral. Luego continuó con su monólogo como si nada hubiera pasado.

Esa fue la última vez que le vi. Meses después me encontré con su acompañante Antonio de nuevo en el Muga. Estaba sólo en la esquina de la barra y tomaba notas en una abultada agenda. Me contó que Leopoldo había tenido una recaída y que le habían reingresado en el siquiátrico. A continuación, en un tono extrañamente neutro e indiferente, me dio la noticia.

-Le han realizado un escáner y le han detectado un tumor en el cerebro. Tiene los días contados.

La noticia me dejó apesadumbrado pues, aunque era consciente de la dificultad de soportar a Leopoldo, también le tenía aprecio Además, había leído otros poemas suyos y me habían gustado.

No habían pasado dos meses cuando el dueño del Muga vino a darme la noticia: Antonio había muerto. Un sida fulminante.

-¿Y qué es de Leopoldo? -le pregunté.

-Por ahí sigue –dijo-, dando guerra, como siempre. De vez en cuando le sueltan en el psiquiátrico y aparece por aquí. Su madre ya no sabe qué hacer con él. Y nosotros tampoco, la verdad.

Hoy, 6 de marzo de 2014, me entero de que Leopoldo María Panero falleció ayer en Canarias. Siempre he sentido que era un ser especial, clarividente, con una gran altura intelectual y, probablemente, artística, pero con el que la comunicación no era posible. Estaba en otro plano, no pisaba el mismo suelo que la mayoría de los mortales. Yo le tenía un cariño distante si ello es posible. Su vida fue poco envidiable.