viernes, 12 de febrero de 2016

De nuevo en el Bianditz

La cima del Bianditz, bien abastecida de simbología. El txistu y el tambor hacen de buzón. Al fondo, San Sebastián.

En el último paseo eché de menos las botas y hoy me las he vuelto a calzar. Cuando dejas los caminos anchos y cómodos, mejor con botas.

Sigo en mi parque, el de Peñas de Aya, y me acerco hasta el Bianditz, desde Artikutxa en esta ocasión.

Mañana sabatina de nubes altas, de vez en cuando un resol que no logra elevar la temperatura y viento del norte flojo. Desde el aparcamiento me introduzco en un camino ancho y pedregoso que atraviesa pinares invadidos por la procesionaria. Se escuchan los gritos de un cuervo; tres caballos pastan en las inmediaciones. Primero en descenso y luego cuesta arriba. Atravieso varios arroyos que se deslizan ladera abajo para alimentar al arroyo principal. Todo aquí es una sinfonía de fuentes. Muchos de ellos han sido reconducidos por debajo del camino. Los que no, lo anegan y rompen la monotonía del bosque.

 La primera pottoka de la mañana se aleja del camino en busca de su madre que no ha salido en la foto.

Casi una hora más tarde, llego hasta la casa del guarda, en Eskax. Saludo al guarda que hace su ronda y me introduzco, tras franquear un portón, por una senda entre pinos y hayas. Un cartel indica que hasta el Izu hay siete kilómetros. Una pareja acaba de regresar. Por aquí la gente anda temprano y deprisa. Yo me aplico el dicho de Gibran: "La tortuga puede hablar más del camino que la liebre."

Me detengo un rato junto al camino para picotear una fruta y descansar un rato. Reina el silencio alrededor, ese silencio un poco inquietante del bosque en invierno. De pronto, un grito y un batir de alas. Justo enfrente, en lo alto de un tronco, veo un pájaro carpintero; picotea un rato –supongo que para comer insectos- y se va lanzando otro chillido. Pasa una pareja de jóvenes. Sigo otro rato por el bosque, hasta una encrucijada. Por la izquierda se asciende al Bianditz; por la derecha se llega hasta el Izu, a donde iré otro día. Ya conozco un poco la zona. Hay numerosos monumentos megalíticos, cromlech y túmulos.

 La senda cubierta por raices de haya
Poco antes de la cima aparece un tropel de niños. Se mueven por el roquedo con una agilidad pasmosa. Son tres parejas y, por lo menos, seis u ocho criaturas. La costumbre de llevar a los niños al monte es digna de aplauso. Ellos deberán ocuparse de intentar conservar la maravilla que nos rodea, cada día más degradada.

Lo dicho. En la cima, un cerdo de dos patas ha dejado esparcidas las mondas de su naranja. En lo alto se hace notar el viento del norte. Hace frío. Además de las botas debo recuperar las camisetas térmicas.


 El perfil horizontal del Larún y, abajo, el embalse de Domiko que durante muchos años abasteció a duras penas a Irún y Fuenterrabía

Proliferan en el monte los monolitos, placas, piedras, y todo tipo de recuerdos con inscripciones en memoria de montañeros fallecidos. Aquí arriba también. A este paso el monte va a parecer un cementerio cutre. No estaría mal que los que se dedican a dejar estas huellas en el paisaje se pararan a pensar que a la mayoría de los que pasamos por estos lugares esos nombres no nos dicen nada y que esparcir tristeza tampoco es para medalla. El amante de la montaña, de la naturaleza, no deja huellas tras su paso, no alberga deseos de “marcar territorio”. La cosa no va de eso.


 Un cromlech, el de       , que pasaría desapercibido de no ser por la señal. Muchos pastores anduvieron por estas cimas durante milenios.

Desciendo por la cara norte, con vistas sobre la costa frente a San Sebastián; sigue el frío. A diferencia de la cara sur, por donde he subido, el camino ahora es herboso y mullido. Busco un cobijo para comer. Lo encuentro en un recodo, abrigado por un promontorio. Unos metros abajo un caballo desciende por una pendiente a la búsqueda de mejores bocados. Es admirable la seguridad de estos cuadrúpedos para moverse por las laderas más escarpadas. Aún veo más caballos en la bajada. Una gran yegua me mira al pasar, y yo también le miro a ella, le hago una fotografía, me pregunto si no tendrá frío con este viento gélido.

Echo de menos unos tragos de vino. Ultimo día que vengo al monte sin una botellita de buen vino tinto. El blanco que tanto me gusta lo dejo para entornos menos agrestes. Aquí el cuerpo me pide un caldo oscuro.

La yegua impasible al viento frío que recorre la ladera

Cuando llego a la carretera la ruta que sigo señala un nuevo ascenso, pero, como ya lo hice la semana pasada, me permito bajar tranquilamente, durante un par de kilómetros, por la carretera.

Apenas pasa algún coche, que va o viene de la finca de Artikutxa. Constato, una vez más, que disfruto más caminando a cielo abierto que por los bosques. Los bosques me cansan. Me gusta ver el cielo y el horizonte mientras deambulo.

La ruta en Wikiloc

Nota para puristas: En realidad la cima del Bianditz  no está integrada en el parque natural de las Peñas de Aya, porque pertenece a territorio navarro. Sí lo está desde el punto de vista geográfico, el único que interesa al paseante.