Antes de sentarme para anotar sobre esta película que
acabo de ver, leo unas cuantas críticas para entonarme. Quizá debería proceder a
la inversa: primero leer las críticas y luego ver la película. Pero tras el
precedente de la encantadora La gran belleza
lo que yo quería ver es más Sorrentino, razón esta por lo que las críticas no
me importaban. Ahora compruebo que me sobraba razón.
Para mí, modesto aficionado al cine, es
incomprensible la actitud del crítico que se sienta frente a la gran pantalla
con todos sus esquemas mentales en estado de alerta con el fin de pillar todos
y cada uno de los defectos de una película. Al menos en una primera visión. Mi
actitud cuando voy al cine es justamente la contraria. Me siento en la butaca
en un estado de somnolencia mental, dejo que las imágenes me alcancen sin
oponer la mínima resistencia, me río cuando se me antoja y lloro también cuando
me lo pide el cuerpo, aunque procuro hacer ambas cosas de una forma discreta.
No busco un mensaje, no busco una ideología, no busco
argumentaciones brillantes. Ni siquiera busco coherencia. Sólo busco una cosa,
pero esa cosa es imprescindible: busco emoción. Y no cualquier emoción (de
hecho la emoción sentimental me disgusta), sino emoción estética. Por ejemplo,
la calidad de los planos, de los encuadres, de las interpretaciones, la forma
de mover la cámara y también, mucho, la música.
Así que he disfrutado como un niño con esta película.
Desde la deliciosa primera secuencia hasta la soberbia escena final, también
cantada, porque la música es un ingrediente importante en la obra de este
italiano exquisito llamado Paolo Sorrentino.
Los argumentos me importan poco. Cualquier argumento
es bueno o malo en función de la forma en que se cuenta. Me interesa el
lenguaje cinematográfico. Yo, que en general le tengo horror al barroquismo, no
tengo inconveniente alguno en disfrutar con el de este director. Dicen que es
un mero continuador o imitador de Fellini. Es posible. Pero hace tanto tiempo
que no veo una película de Fellini que me da lo mismo.
Esta película, salvando todas las distancias
imaginables, me ha recordado a La montaña
mágica de Thomas Mann. Ambas se desarrollan en un sanatorio de la montaña
suiza, aunque en esta ocasión los dos protagonistas son enfermos por vejez. En
esta montaña mágica de la modernidad no hay debates sobre filosofía, ni
sociología, ni política, ni metafísica ni, por supuesto, teología. La
modernidad no se ocupa de esas anticuallas. El mundo moderno ha hecho que
filosofía, metafísica, teología, etc. sólo sean una rama de la literatura. Y,
además, una rama minoritaria y en peligro de extinción. Pero, bien mirado, ni siquiera
de la literatura, tan sólo del cine.
Los dos viejos se limitan a intercambia banalidades.
Uno de ellos confiesa que hubiera dado cualquier cosa por acostarse con
fulanita y el otro reconoce que ya no recuerda si se acostó o no se acostó con
ella. Los dos representantes de la élite cultural del planeta no elucubran, no
se permiten piruetas intelectuales. Hablan sobre sus respectivas próstatas,
mantienen esa típica amistad masculina en la que quedan fuera cualquier tipo de
intimidad.
Hoy sabemos demasiado, somos demasiado escépticos,
sabemos de sobra que al mundo no lo mueven las ideas. Sabemos que al público no
le interesan las profundidades –tan inútiles por otro parte. Ahora todos somos
expertos en superficies, sabemos que lo más interior y recóndito que tiene el
ser humano es la piel. Por eso esta obra, como la anterior de Sorrentino- es
tan epidérmica.
Sólo queda la melancolía. Lo que antes era el final,
la melancolía de saber que no se sabe nada, que todo es perfectamente inútil,
ahora es el principio. Pero la melancolía, al menos, puede dar mucho juego
estético.