Torre de la catedral de San Sebastián
Pero la ambulancia desaparece y el estruendo continúa. El vocerío de las sirenas se mantiene al más alto nivel porque unas suben y otras bajan de forma
ininterrumpida. Camino con rumbo a la estación del Topo, pero no consigo
averiguar qué está pasando. Por fin, cuando atravieso la plaza frente al
Palacio Foral me percato.
Frente a la
fachada del edificio hay doce o catorce personas que despliegan unas pancartas
reivindicativas y, simultáneamente, hacen sonar unas sirenas que son un
prodigio de estrépito. No sé de dónde las habrán sacado, ni me importa. Las pancartas
están firmadas por uno de los sindicatos vascos. Me asomo lo justo para
verificar lo que acabo de señalar y me largo.
Seguramente la
causa que reivindican los doce o catorce manifestantes será justa, pero el
método me parece muy desagradable y poco respetuoso con los que pasamos por el
lugar y con los que viven en la zona que, según tengo entendido, tenemos
algunos derechos como, por ejemplo, el derecho a caminar por la calle sin que
nos agredan ni siquiera acústicamente.
Cuando estoy
llegando a la estación irrumpe otro estrépito. Al principio en forma de uno o
dos bocinazos sueltos. Luego, en cuestión de medio minuto, los bocinazos se
hacen continuos. Hay un atasco de tráfico y los energúmenos de turno, bien
encerraditos en sus vehículos, consideran que van a solucionarlo a base de
hacer sonar sus bocinas y machacar a todos los transeúntes que pasamos por el
lugar.
Mi trayecto se
dirige hacia el corazón del atasco y, como tengo que coger un tren, no hay
forma de eludirlo desviándome por alguna bocacalle. Es un horror. Y todo este
salvajismo sonoro se produce a dos metros de una comisaría o local de la Ertzaintza. No
veo que ningún agente se de por aludido, pero tampoco me quedo a verificarlo
porque la única idea que tengo en ese momento es alejarme de estos bárbaros lo
más rápido posible.
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