sábado, 11 de junio de 2016

La calle es del que más grita



Torre de la catedral de San Sebastián

Mañana de viernes. San Sebastián (pero podría ser cualquier otra capital de provincias). A medida que me aproximo a la plaza de Guipúzcoa, corazón de la ciudad, el estruendo crece. Se escuchan como sirenas de ambulancia entremezcladas. Por un momento imagino que ha pasado algo grave. Hasta se me ocurre pensar que ha habido algún atentado mientras yo visitaba la exposición de Gonzalo Chillida en el Kursaal. De hecho veo una ambulancia que pasa con la alarma y las luces de emergencia activadas.

Pero la ambulancia desaparece y el estruendo continúa. El vocerío de las sirenas se mantiene al más alto nivel porque unas suben y otras bajan de forma ininterrumpida. Camino con rumbo a la estación del Topo, pero no consigo averiguar qué está pasando. Por fin, cuando atravieso la plaza frente al Palacio Foral me percato.

Frente a la fachada del edificio hay doce o catorce personas que despliegan unas pancartas reivindicativas y, simultáneamente, hacen sonar unas sirenas que son un prodigio de estrépito. No sé de dónde las habrán sacado, ni me importa. Las pancartas están firmadas por uno de los sindicatos vascos. Me asomo lo justo para verificar lo que acabo de señalar y me largo.

Seguramente la causa que reivindican los doce o catorce manifestantes será justa, pero el método me parece muy desagradable y poco respetuoso con los que pasamos por el lugar y con los que viven en la zona que, según tengo entendido, tenemos algunos derechos como, por ejemplo, el derecho a caminar por la calle sin que nos agredan ni siquiera acústicamente.

Cuando estoy llegando a la estación irrumpe otro estrépito. Al principio en forma de uno o dos bocinazos sueltos. Luego, en cuestión de medio minuto, los bocinazos se hacen continuos. Hay un atasco de tráfico y los energúmenos de turno, bien encerraditos en sus vehículos, consideran que van a solucionarlo a base de hacer sonar sus bocinas y machacar a todos los transeúntes que pasamos por el lugar.

Mi trayecto se dirige hacia el corazón del atasco y, como tengo que coger un tren, no hay forma de eludirlo desviándome por alguna bocacalle. Es un horror. Y todo este salvajismo sonoro se produce a dos metros de una comisaría o local de la Ertzaintza. No veo que ningún agente se de por aludido, pero tampoco me quedo a verificarlo porque la única idea que tengo en ese momento es alejarme de estos bárbaros lo más rápido posible.




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