viernes, 21 de abril de 2017

Caminando en manga corta por el Jaizkibel


Aparco a un lado de la carretera. Unas yeguas se aproximan amistosas. Hay otras pastando al otro lado, debajo de unos árboles. Me pongo a caminar por la pista, hacia Pasajes, en cuesta abajo. Luce el sol. Hace una mañana deliciosa. Escucho por primera vez el cuco. No llevo un euro encima. ¿Servirá la tarjeta de crédito? Espero que si.


Enseguida empiezo a ver buitres sobrevolando. Es raro verlos por aquí. Pese a ser sábado todo está tranquilo. Apenas se escucha el murmullo de los arroyos y las piadas primaverales de los pájaros.
El cielo está completamente azul, sin una nube. La mar, muy tranquila, apenas surcada por tres o cuatro velas en la lejanía. El sol cae sobre las rocas de piedra arenisca.


En apenas una hora el aire se calienta y me quedo en manga corta. Estos caminos del Jaizkibel, que suben y bajan, son muy agradables de andar. De vez en cuando se cruza por debajo un arroyo que, a su vez, crea pequeños valles estrechos y deja a su paso un rumor discreto y sostenido. El mar aparece y desaparece. Cuando desaparece deja paso al paisaje de la montaña, con prados, pinares y otras manchas arbóreas.



A la sombra de un gran roble, junto a las ruinas de un caserío, me detengo para comer algo. Contemplo con los prismáticos, en los prados lejanos, al ganado pastando: ovejas, caballos, vacas, con sus respectivos retoños que se cuelgan de las ubres de sus madres. Los buitres continúan su patrullaje en círculos.


Ahora voy a trepar un poco para coger el camino de vuelta. Mientras lo hago, a pleno sol, aparece, descendiendo, una pareja con dos niños. Se han detenido junto a la senda para contemplar los restos de un ternero muerto. “Es un poco asqueroso que haya bichos muertos por aquí”, se queja la joven madre. El hombre le dice que los buitres también tienen que comer. Entonces ella sugiere que, cuando terminan, retiren los restos. Más arriba veo otros tres o cuatro cadáveres de los que apenas queda la piel y las pezuñas. Todavía se ve algún buitre rezagado en los alrededores.


El camino ahora es en ascenso. Apenas hay sombras en las que protegerse del sol que se ha hecho el amo de la mañana. Poco a poco voy cogiendo altura. Ya se escuchan los motores de los coches en las carreteras. Me cruzo con varios excursionistas.


Cuando llego a lo más alto, voy justo de tiempo y no me detengo a contemplar las vistas del valle del Bidasoa. El último tramo es por carretera. Al otro lado de la calzada, pasta un nutrido rebaño de vacas y caballos. De pronto, sin una causa aparente, se produce una estampida y se pone a correr de un lado a otro. Tardan unos minutos en calmarse. Ciclistas y motoristas suben y bajan. No conviene despistarse.