domingo, 21 de mayo de 2017

Por Castrovido y los montes de Salas de los Infantes


Salas de los Infantes con la sierra de Carazo al fondo

Llevo un par de días parado en Burgos esperando que mejore 

el tiempo. Finalmente me decido a tirar hacia el sur y me 

acerco hasta Salas de los Infantes. A las 10.30 de la mañana 

dejo el coche frente a la iglesia de Santa Cecilia, junto a un 

camión que va cargado de terneros, supongo que camino del 

matadero. Los animales, hacinados, están inquietos.

Santa Cecilia es una pequeña iglesia gótica construida sobre otra románica. La mayor parte del templo debe ser de los siglos XV y XVI. En  lo alto de la espadaña viven una pareja de cigüeñas que esta mañana se muestran muy atareadas.

Estamos a finales de abril y hace un frío que pela; la niebla 

aún oculta la mayor parte del paisaje. Dedico unos minutos a 

contemplar la iglesia y a orientarme, pero mi móvil no anda 

bien.


La iglesia de Santa Cecilia en Salas de los Infantes

Me decido a remontar el Arlanza a través de un parque fluvial que tiene muy buen aspecto. Veo unos letreros que señalizan una gran zona de eremitorios y tumbas antropomórficas, pero no puedo dedicarles tiempo porque el móvil no me funciona. Para colmo, después de los terneros, veo dos perros vagabundeando hambrientos y temerosos, imagen que me resulta desalentadora.

Sigo un poco a ciegas y me encuentro con un hombre a quien 

pregunto si voy bien para Castrovido. Me dice que si y 

caminamos un rato en compañía. Hay mucha sequía este año, me cuenta. Si no llueve para mayo la cosecha será nefasta. El hombre, que me da todo tipo de explicaciones sobre el camino, suelta una de esas sentencias castellanas que me admiran por su contundencia y concisión: “Aquí tenemos buena tierra y mal cielo.”



Nos separamos en un cruce y yo continúo por el camino paralelo al río. La niebla levanta despacio. Es un camino muy tranquilo y agradable. Me estoy ofuscando con el teléfono y eso me estropea el placer de la caminata. Llego a un promontorio al que denominan El Castro. En la base hay un miliardo romano, claro indicio de que por el lugar pasaba una calzada importante. La inscripción es larga, pero bien conservada. Subo al antiguo asentamiento celtíbero, del que no queda nada, salvo algunas piedras, y vuelvo al camino. El viento sopla recio y, en el cielo, alternan las nubes con un sol que entona un poco el gélido ambiente.


San Martín en Castrovido

El problema con el móvil me tiene desasosegado. No descarto que mi excursión se quede en poca cosa. Lo apago y, al rato, vuelvo a encenderlo. Mano de santo. Se me podía haber ocurrido antes. En estas dudas alcanzo Castrovido pero, como ya ando un poco retrasado, no me acerco hasta el puente romano, que queda un poco apartado. Recorro las calles empinadas, con casas de buena factura y bien conservadas, hasta llegar a la iglesia. La iglesia de San Martín es una obra moderna pero construida siguiendo un patrón tradicional. Resulta muy agradable. Tras franquear un portillo me siento en un banco y como algo de fruta.


Tenadas de Rosellana

Mi ruta sigue a mano izquierda, asciende ligeramente, y se 

mete en el monte. Desde aquí se accede al castillo, pero 

prefiero seguir caminando y así lo hago durante un buen 

trecho, disfrutando del sol que va y viene, y de la tranquilidad y soledad de estos parajes.

El castillo es en realidad una torre defensiva, que fue 

construida en el siglo IX y permaneció activa hasta el XIV. 

Fue propiedad de los Velasco, Condestables de Castilla, amos 

y señores de Salas durante 500 años. Finalmente se 

rehabilitó hace un puñado de años con fines culturales y 

recreativos.


En el monte aparecen algunos viejos robles pero, en general, la vegetación se limita a robles jóvenes, matojos y arbustos. El camino de tierra es ancho y cómodo. Desde las alturas hay buenas vistas: la gran meseta calcárea de Carazo hacia el sur, el Urbión hacia el este. A la altura de las tenadas de Rosellana la ruta gira a la derecha e inicia un suave descenso. En la lejanía se atisba un gran rebaño de ovejas. Aunque luce el sol el aire viene gélido. Se divisa el casco urbano de Salas y unas grandes instalaciones fabriles en las afueras. En el otro lado, entre campos, la torre del castillo que he dejado atrás.


En el pueblo aprovecho para tomar un café en la terraza soleada de un bar. Dos carreteras atraviesan por el medio de la población. En el rato del café, pasan unos cuantos camiones cargados de troncos cortados. Cuando termino me doy una vuelta por esta localidad que es el centro de servicios más importante de la Sierra de la Demanda.