Cuando era joven y progre (valga la redundancia), allá por los
setenta del siglo pasado, me quedé horrorizado cuando me informaron de que una
conocida de la Universidad comía con cocacola. Atribuí la extravagancia a que
la joven -rica por familia-, procedía de un país sudamericano próximo a los
Estados Unidos. Pero hete aquí que, un siglo
más tarde, yo mismo, sin ir más lejos, acompaño muchos días mis comidas con este
denigrado y pecaminoso refresco. Siempre cocacola zero, debo precisar. Esto
merece una explicación, que facilito altruistamente a la corrección política,
dietética y, si me apuran, macrobiótica dominante.
Bebo cocacola porque no me gusta comer con agua. La insipidez
del agua, en opinión de mi caprichoso paladar, no casa bien con los alimentos.
En realidad, lo más habitual es que acompañe mis comidas con vino. Durante
bastante tiempo con vino blanco (chardonay de Somontano preferiblemente), en
alternancia con el tinto de Rioja (o de Ribera o de Toro si lo hubiere). Desde
hace unos pocos meses voy dejando de lado el blanco, porque resulta
excesivamente estimulante para mi cerebro, ya de por sí suficientemente
estimulado por el medio ambiente social e informativo.
El caso es que yo no soy hombre de “una copita de vino en la
comida”. Como tampoco era de los que se fumaban uno o dos cigarritos después de
comer. Ese tipo de moderación no
forma parte de mi código genético o, mejor dicho, sólo forma parte
temporalmente. Mi tendencia natural, en cuanto me descuido o degusto algún
plato particularmente sabroso (lo que ocurre con frecuencia porque mi cocinera además
de adorable es excepcional) es a duplicar o triplicar la dosis cuando menos.
Habida cuenta de que uno ya va teniendo una edad, que mi capacidad de resistencia
al alcohol ha mermado mucho (al alcohol y a otros elixires), no ha habido más
remedio (por falta de tiempo más que nada) que limitar la ingesta de vino a las
cenas.
La cocacola es una bebida dulzona y estimulante. Cualquier cosa
menos la insípidez del agua (bebida grata también, pero siempre entre horas).
El dulzor me gusta, porque mi naturaleza algo bipolar encuentra placer en la
alternancia entre lo dulce y lo salado. Me gustan también las cualidades
estimulantes de este líquido, particularmente apreciables en un individuo con tendencia
a la pasividad y a la pereza como es mi caso. Por si todo ello fuera poco, la
cocacola, en dosis sensatas, le sienta bien a mi sensible estómago. No me pregunten
la razón. Sólo puedo decirles que a uno de mis abuelos también le pasaba.
En fin, espero que ésta muy denigrada bebida pueda ser consumida
libremente por muchos años, si bien estoy dispuesto a considerar la posibilidad
de que, como ocurre con las cajetillas de tabaco, se etiqueten las botellas con
todo tipo de imágenes escatológicas. Será el precio a pagar por la corrección
política, dietética y, si me apuran, macrobiótica que nos ha tocado en suerte.
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