viernes, 28 de septiembre de 2018

A la sombra, por el Valle del Sol, en Pineda de la Sierra


Pineda de la Sierra, con sus dos núcleos urbanos a un lado y otro del río Arlanzón, con sus nobles casas de piedra, con su notabilísima iglesia románica de San Esteban, es uno de los pueblos más bellos de la provincia burgalesa.

Ubicada en el valle del Sol de la Sierra de la Demanda, rodeada de montañas, pero muy abierta, la localidad ofrece un gran atractivo para los amantes de la naturaleza.


Esta dulce y soleada mañana de principio del otoño me pongo a caminar en busca de la vía verde de la Demanda, que pasa junto a la ermita del Santo Cristo, edificio restaurado cuya parte más antigua parece la espadaña. A pocos metros está el cementerio.

En esta bifurcación cruzo la vía y cojo un agradable camino de tierra, en ligera pendiente, cuyo trazado, a la sombra de robles y hayas, ideal para una mañana calurosa como la de hoy, discurre en paralelo al arroyo Corralejo. Su murmullo acompaña al caminante.


Se respira a gusto en estas soledades, con una ligera brisa serpenteando entre el ramaje, flanqueados los pasos por helechos, brezos, aulagas que crecen entre el arbolado. De vez en cuando se abre un claro y surgen los tejados de Pineda.

Venerables ejemplares de robles se ciernes sobre el camino. Uno no puede menos que admirarlos, tan viejos, tan hermosos.

En una curva pronunciada aparece un muro de piedras que acoge una captación de agua. A su lado, el salto de un arroyo que se pierde ladera abajo. El agua abunda, en claro contraste con las secas tierras al norte de los páramos y campos de cereal.



De vez en cuando se escucha algún cuervo estridente, o la espantada de media docena de pajarillos. En el pueblo he visto a una yegua y su potrillo. Ella llevaba una capa de pequeñas moscas en torno a su cabeza. Heme aquí caminando con unas cuántas de ellas revoloteando ante mis ojos. Recuerdo a la yegua y su paciencia. De vez en cuando soy un manotazo que apenas me alivia un momento.

Pronto las hayas lo dominan todo. El suelo de las laderas, alfombrado de hojarasca rojiza. La ascensión, siempre cómoda y agradable, se prolonga durante cuatro kilómetros. Y entonces aparece un paraje idílico, el refugio de Esteralbo.

Hay media docena de hayas impresionantes, majestuosas, protectoras y, a su sombra, se levanta el refugio de montañeros, herméticamente cerrado. A su lado, una fuente que canaliza un manantial y que regala un agua fresca, deliciosa. No recuerdo cuánto tiempo hace que no bebía de un manantial.

Hay unas mesas de piedra, redondas, con asientos también de piedra. Me aposento en una de ellas para comer algo, descansar y pasar un buen rato disfrutando del lugar.



Se contempla todo el entorno, tanto el caserío de Pineda como las montañas e, incluso, los embalses del Arlanzón. Doy pequeños pasos, saltando de una sombra a otra, tocando los inmensos troncos de las hayas, la rugosidad de sus cortezas. Me entretengo contemplando el cielo azul, alguna pequeña caprichosa nube blanca.

Da pena abandonar el hayedo. Ahora se abre un tramo más expuesto y el sol del mediodía se impone. El camino es aún más ancho. A mano derecha aparece otra fuente y un cartel: Fuente de Vicente.

En unos minutos se llega al albergue de montaña, que está cerrado. A partir de aquí comienza el descenso. Me interno en otro bosque que recorre, en considerable pendiente, un barranco. El trazado discurre pegado a otro arroyo, el de Riajales. De nuevo caminando entre hayas.


De vez en cuando me detengo y me siento junto al camino. Ahí afuera se intuye el calor, pero dentro del bosque la temperatura es excelente. El gluglú del agua que baja parece refrescarlo todo.

Sentado sobre una piedra dejo que el tiempo pase apaciblemente. Durante la bajada he visto restos de rampas de madera. Por lo visto forman parte de algún circuito de bicis de montaña. No parece que se sigan utilizando. Mejor.


Al final del bosque, en unos prados, se escuchan esquilas de ovejas. El camino sigue, se cierra un poco a veces, pero enseguida recupera su belleza. Así hasta el cruce inicial.

Cuando llego a Pineda son las tres de la tarde y el calor aprieta. Un perrillo me detecta y se aleja. Cuando está a una prudente distancia empieza a ladrar. Advierte a todos de que un desconocido ha entrado en el porche de la iglesia. Se dedica a contemplar las dobles columnas, los arcos, las tallas misteriosas del pórtico, las cabezas de los canacillos.


Todo lo mira. Una golondrina abandona chillando su nido, atraviesa uno de los arcos y se pierde en la calima, en tanto las crías pían en su nido.