domingo, 16 de junio de 2019

Un ejercicio de narcisismo a cuatro manos


Annie Ernaux/ Marc Marie, El uso de la foto
Ed. Cabaret Voltaire, 170 pag. más fotos

      En esta narración ella tiene 63 años y es una escritora reconocida. El tiene 41 y es un periodista desconocido. Tienen una relación amorosa. Además, ella tiene un cáncer de mama que le tratan con quimioterapia.
      Con estos mimbres Annie Ernaux podría haber escrito uno de sus mejores libros. Hubiera bastado que dejase correr su escritura como ella sabe hacerlo. Podría haber aplicado el método que tan excelentes resultados le ha dado: “No separar la vida de la escritura, transformar la experiencia en descripción.”
      En lugar de ello nos propone un ejercicio a cuatro manos consistente en escribir sobre unas fotografías que han tomado ellos mismos y que se incluyen en el libro.
      Estas fotografías no son unas fotografías más o menos convencionales. Yo diría que son unas imágenes fetichistas y, además, narcisistas. Se trata de la ropa de los protagonistas tirada por el suelo, arrebujada, en perfecto desorden; en el dormitorio, en la cocina, en el despacho. Lo hemos visto mil veces en las películas: el desnudamiento frenético, la urgencia del deseo, la pasión desbordada.
      Después del presunto coito, a la mañana siguiente, con la primera luz del día, uno de ellos coge una cámara y fotografía estas naturalezas muertas. A todo color, aunque por razones que imagino melodramáticas, las vemos inicialmente en blanco y negro y, sólo al final, en color.
      Pero lo peor viene luego, cuando revelan los negativos, miran las fotos juntos y se les ocurre que podrían escribir sobre ellas.
      Es una idea descabellada el pensar que estas fotos pueden tener algún interés y, en efecto, no lo tienen. Así que no queda otro remedio que saltarse las aburridas descripciones de las mismas. No nos interesa saber de qué color son las bragas de ellas ni los calzoncillos de él; tampoco sus marcas comerciales ni si han caído juntos o separados. De esta forma ya tenemos un tercio del libro prescindible.
      Luego están los gestos progres de ella. Al comienzo de la guerra de Irak, en la casa del barrio bien donde vive ella, en Cergy, cuelga una sábana blanca en la ventana de la cocina. Es la única del barrio que lo hace. Aquí estoy yo. Este ramalazo progre, tras haber leído Los años -que está plagado de ellos- no me sorprende.
      “Deben tomarla por la Pasionaria de este barrio burgués donde nadie habla con nadie”, comenta él, siempre dispuesto a adular a su musa.
      El culmen llega después, en el consabido viaje a Venecia. Una tarde suben en el ascensor al Campanile de San Giorgio Maggiore. Arriba se quedan solos. Abajo se encuentra el claustro y los jardines interiores del convento de San Giorgio. Ella se saca el sujetador por debajo de la camiseta y lo lanza al vacío con la “esperanza (frustrada por el viento) de que cayera en el claustro”. “Después, en el ascensor, nos costó aguantar el ataque de risa que nos dio ante el monje-ascensorista que sube y baja todo el día leyendo salmos.”
      Un acto como este, a los veinte años, se puede entender; pasados los 60, cuesta un poco más. Y, además, contarlo en un libro desborda todas mis expectativas.
      A él a veces se le va un poco la mano con la adulación, como cuando escribe que ella es la mujer más feminista que conoce. Pero es bastante comprensible en su situación.
      También hay fragmentos brillantes, desde luego. La Ernaux no es una más. Sobre todo los relacionados con su enfermedad. Pero uno tiene la sensación de que es un libro fallido y, sobre todo, es un sinsentido planearlo y ejecutarlo con semejante despliegue de narcisismo.

---