Desde Burgos alcanzamos el páramo de Mesa. En lo alto se gira a la izquierda y enseguida, a la derecha, comienza una carreterita que desciende, pasa por Nidáguila (precioso nombre) y penetra en el valle del San Antón.
La carretera, rodeada de bosques, es tan estrecha que, si viene otro vehículo de frente, hay que pararse. En Terradillos --que significa tierras pequeñas-- aparcamos junto a un puentecillo sobre el hilo de agua del San Antón, y damos una vuelta por el pueblo.
Tres niños alborotan y discuten en un parque situado junto a la iglesia, que está consagrada a santa Eufemia. Hay que franquear una verja adornada con flores. Es un edificio del románico rural con mucho encanto. Se ve que el tejado ha sido restaurado. Doy una vuelta a su perímetro y atravieso un arco por debajo de la torre.
Hace un calor espantoso. Hemos venido hasta aquí pensando que, al seguir un paseo que discurre en paralelo a un río, encontraríamos sombra abundante. No hay tal.
Seguimos la carretera hasta el cementerio. Allí termina el asfalto y comienza una pista de hormigón. La seguimos durante tres kilómetros por toda la solana. Apenas hay algunos hermosos nogales que regalan un poco de sombra.
Junto a un antiguo molino restaurado encontramos una zona de descanso, con mesas de piedra a la sombra de varios viejos álamos. Seguimos otro kilómetro, pero visto el bochorno reinante optamos por atravesar el río y regresar por la otra orilla.
Hasta que llegan dos coches con un par de familias. “Lo sentimos --dice uno de los hombres-- se les ha acabado la tranquilidad.” “No se preocupe, ya nos íbamos.”
Durante el paseo apenas hemos visto el río, que discurre muy protegido por una vegetación cerrada.
Recuperamos el coche y regresamos por donde hemos venido. Tras una de las numerosas curvas aparece un cervatillo parado en la mitad de la carretera. Nos mira durante un par de segundos y huye dando saltitos a través de un trigal. Asistes a un milagro y casi no te das cuenta.