Llovizna. Luego para. Camino entre calles. Sopla fuerte del oeste. No me asomo a la bahía, muy expuesta al viento.
En la rotonda, media docena de jugadores de petanca, muy concentrados, se resisten a abandonar su juego favorito pese a la llegada del mal tiempo. Solo hay hombres.
Sigo por el puerto deportivo. El furgón de los gendarmes vigila desde hace semanas a los que vienen en la motora que enlaza con Fuenterrabía. Otro control. Desde hace un año han vuelto los controles en la frontera. Hoy no viaja nadie. Hace frío, pero ya no llueve.
Me asomo a la desembocadura del río. El sol es un foco pálido, anegado por las nubes, que forman una franja iluminada en lo alto.
Entro en la zona de las dunas, serpenteo por las sendas y aterrizo en la playa casi desierta. La vegetación dunar, que es un tesoro desconocido protegido por un vallado de madera, casi ha desaparecido, como consumida por el frío y la lluvia de los últimos días, los tallos desnudos apenas se alzan un palmo. El suelo arenoso ha quedado descubierto. Cómo cambia esta zona según las estaciones. Ahora parece un desierto en miniatura.
Tengo el viento en la espalda. Siempre hay que atender al viento aquí, sobre todo si eres friolero.
La arena está blanda. La marea asciende, pero hay mucha playa todavía. Un joven se pone a surfear, impulsado con una vela, pero enseguida desiste. Dos o tres perros corretean alegres.
El paseo se alarga. Ha habido suerte y apenas ha llovido. En el otro lado de la playa veo un niño, rodeado de su familia, subido en lo alto de un tronco de árbol, cortado, que ha traído el temporal. El niño está un poco asustado ahí arriba. Extraño juego.
Los primeros adornos navideños, en algunos balcones. Ahora asombran. En una semana, cansarán. Al menos a mi.
Los colores del ocaso han durado unos pocos minutos, luego todo vuelve al gris. Cuando llego a casa es de noche. Contento de haber deambulado una hora. Ayer no pude. Llovió demasiado.