Aunque hace un día arisco, como es domingo, prefiero deslizarme hacia zonas poco concurridas, así que me dirijo hacia el camping Alturan, por donde no iba desde el verano.
Pero antes me detengo frente a dos ginkgos jóvenes que hay en una rotonda. El color amarillo de sus hojas me fascina. Hoy tengo la oportunidad de fotografiarlos. Cada vez veo más ginkgos por aquí. Temo que ocurra como con los liquidámbar, tan bellos en otoño, pero que han proliferado tanto que se han vulgarizado. La belleza es muy exigente. No le gustan las aglomeraciones.
El camping está vacío. De hecho ha dejado de ser un camping para convertirse en un parquecillo: los árboles desnudos, el suelo cubierto por una hojarasca oscura. Desde este punto elevado siempre se escucha el mar. Hoy es un estruendo. También puedo verlo, agitado y palpitante.
El suelo del callejón que conduce hasta el paseo marítimo está cubierto de bolitas rojas. ¿Para qué servirán salvo para perpetuar el arbusto que las produce? No parece que alimenten a ningún ser vivo. Deben tener más bien una función estética, sirven de recreo al paseante.
Sopla del norte. Las olas traen rachas de aire frío y la pleamar parece haberse comida a la playa. Apenas queda una pequeña franja de arena. Con el tiempo, ay, tal vez no demasiado, será eso lo que ocurra.
Pronto abandono la primera línea de la costa y me adentro entre calles, siempre más resguardadas. De pronto cae un aguacero. Debo refugiarme en algún lado si no quiero terminar tan mojado que me vea obligado a regresar a casa. Encuentro un hueco junto a una pared, cubierta por arbustos. Tengo enfrente la fachada de una casa en ruinas. Del tejado cae, con estrépito, una tromba de agua.
Desisto de sacar el móvil para fotografiar, aunque ganas no me faltan. Estoy aprendiendo a moderar mis impulsos. Ya iba siendo hora.
En cinco minutos escampa y reanudo mi deambular. Paso por el jardín de una casita que siempre está abarrotado de plantas, con un pequeño estanque y figuras de piedra aquí y allá. El mal tiempo parece haber encogido la exuberancia de la vegetación. En un cordel hay tendidas media docena de toallas que parecen llevar ahí semanas.
Apenas me cruzo con nadie en mi camino hacia la bahía. Me gusta mucho esta soledad, esta tranquilidad, que predomina aquí fuera de la temporada estival y, particularmente durante el final del otoño y el invierno. Asomado a la bahía, contemplando el paisaje anegado por la bruma, aparecen un par de pequeñas lavanderas blancas. No falla, en cuanto entra el frío, aparecen las lavanderas como por arte de magia. Debe ser por eso que también les llaman aguzanieves.
La dársena del puerto deportivo tiene un color marrón debido al barro que arrastra el agua y, en algunos tramos, está cubierta por ramas y hojas. Vuelvo a asomarme a la playa. Por poco tiempo. Está muy desapacible. De vuelta a casa transito por calles protegidas por casas. De vez en cuando me llega un delicioso olor a madera quemada, a chimenea, a fuego del hogar.