Ni Lady Gaga, ni Adam Driver --ambos protagonistas de esta película-- son santos de mi devoción. A ella no la recuerdo ni como cantante y como actriz. Siempre me ha parecido un producto del marketing sin demasiado interés. A él le encuentro igual de soso que en Paterson, de Jim Jarmusch.
Pese a ello y pese al largo metraje (dos horas y media), me ha gustado esta película de Ridley Scott. No he visto toda la filmografía de este hombre, ni siquiera la mitad, probablemente, pero su cine me gusta, porque me gusta su estilo, su forma de hacer.
Para salvar este considerable escollo de mi poco aprecio por sus protagonistas están Jeremy Irons y Al Pacino. La fascinante actuación de Irons me ha sabido a poco, lo mismo que su seductor personaje. La ración de Pacino es de mayor tamaño y es un placer verle moverse por la pantalla.
No sé si la historia que se cuenta se ajusta a los hechos, pero es muy verosímil y con eso es suficiente para mí. No es difícil adivinar que la narración se va dejando hilos por el camino, pero ello es inevitable en el cine. La historia de la familia Gucci está pidiendo a gritos una serie, con una dirección a su altura.
Cuando llega el final de La casa Gucci tengo la sensación de haber asistido a “un peliculón”. No hay duda de que el principal responsable de ellos es el veterano Ridley Scott, un artista que mantiene su calidad (ambientación, ritmo narrativo, música…) y su gran estilo. Su cine cada vez es más depurado, más contenido, más clásico.
Dicen que su anterior película, El último duelo, es aún mejor. Ya se verá, espero.
Un añadido para resaltar lo bien que queda el arte contemporáneo de gran formato en las casas de los ricos. Es muy decorativo.