Hace una semana que le dije adiós a la temporada de baños de mar. Una lástima porque estos días de noviembre son propicios para disfrutar de unas calmas espectaculares que convierten al mar en un lago dormido, sin oleaje y, en consecuencia, sin apenas surferos.
Pero la temperatura del agua ha descendido lo suficiente como para que mi garganta –que debe ser uno de mis puntos débiles– empiece a quejarse. Hay que saber parar, aunque duela, qué duda cabe.
En su lugar, con importantes bajamares otoñales y jornadas dulcemente soleadas, se impone el paseo por la orilla en sus dos modalidades: con los pies dentro del agua o sobre la arena mojada. En ambos casos –que pueden alternarse con comodidad– es una delicia. Se camina sobre un suelo mullido por efecto de la marea y sobre una arena que parece un lienzo de Gonzalo Chillida.
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