jueves, 18 de enero de 2007
Atardecer en la bahía
Parque infantil, junto a la bahía de Txingudy. Me siento en un banco mientras los críos juegan. He traído una revista para leer, pero el entorno es tan ameno que no la despliego.
Es un día inusitádamente cálido, sopla un airecillo envolvente y abrigador del oeste. El sol es un gran foco luminoso anaranjado, que se cierne sobre la ladera del Jaizkibel donde Hondarribia parece dormir.
Los niños alborotan en el recinto de juegos. Las madres -mis colegas- charlan y vigilan a sus retoños.
Me entretengo un rato echándoles miguitas de un bollo de leche a los gorriones, los esbeltos, ágiles e inquietos gorriones. Luego una minucia de dos años, llamada Leticia, me ofrece uno de sus muñequitos de huevo Kinder, mientras manipula el otro entre sus manitas.
Los paseantes pasean, los corredores corren, las gaviotas chillan y rasean sobre los humedales, las mamás van y vienen, y yo contemplo la caída paulatina de la luz sobre la bahía, sobre el agua, sobre las embarcaciones fondeadas, sobre la torre y el caserío de Hondarribia.
Qué dulzura tiene esta luz de atardecer invernal, qué quietud serena impone en el paisaje. Respiro hondo, respiro lento –como enseñan los sabios orientales-, siquiera por un minuto, para hacer mía esa calidez, esa quietud, esa serenidad. Apenas unos segundos. Me dejo estar.
Luego, cuando el sol rojizo se apresta a fundirse con el horizonte de las montañas, sobre el lejano Ernio, descubro que ha refrescado lo suficiente para recoger a los niños y volver a casa.