Hay muchísimas fotos de los antiguos alumnos. Me fijo en algunas y veo a mis compañeros de pupitre, pero yo no me veo. Ni quiero verme. Tal vez si dispusiera de más tiempo lo haría, pero no tengo ánimo para buscarme entre la multitud de rostros.
Una amable encargada me ofrece buscar en el ordenador, pero declino la invitación. Sin duda habrá una explicación psicoanalítica para explicar mi desgana, pero este asunto hace tiempo que ha dejado de atraerme.
Para comprender mi infancia dispongo de un excelente instrumento: mis hijos pequeños. En ellos está todo lo que necesito al respecto.
Me intereso más bien por el entorno general y sobre varios detalles iconográficos.
No consigo recordar el estandarte de arriba, pintado por unas monjas de San Sebastián, pero estoy seguro de haberlo visto antes.
Las vidrieras sí las recuerdo. Representan al fundador, Juan Bautista de La Salle (Reims, 1651-Rouen, 1719), un cura francés, santificado en 1900. Siempre rodeado de niños, o con una pluma en la mano, pues fue también escritor de obras escolares y espirituales. Estaban en la capilla.
La capilla, el patio y el frontón eran los centros neurálgicos del colegio. Cuántas horas de mi infancia habré estado en esta capilla. Cuántas veces habré contemplado estas cuatro vidrieras: tres del fundador y una del obispo San Marcial, que daba nombre al colegio.
Luego está la caligrafía, el arte de la buena letra. Una educación en la que se prestaba tanta atención a la caligrafía no puede calificarse como vulgar.
Cada pupitre disponía de un tintero de loza blanca que se incrustaba en una hendidura situada en una esquina del tablero. El hermano pasaba de vez en cuando con una botella de tinta y lo rellenaba.
En una vitrina se exponen los diferentes tipos de plumillas. Al principio se utilizaban las de punto muy flexible. Estas permitían trazados gruesos y finos. Pero yo alcancé la fase final de esta asignatura. Pronto aparecieron los puntos más rígidos que uniformizaban los trazos.