martes, 23 de enero de 2007
Mañana de invierno
Las flores rosas del joven camelio saludan la llegada del invierno. Yo también lo hago desde aquí. Hacía tiempo que no disfrutaba de un paseo matinal tan solitario.
El viento del noroeste azota el bulevar del Mar. No es un buen día para bajar a la playa, ni para caminar sobre la arena hasta el extremo del espigón.
Me conformo con bordear la bahía de Txingudi, pendiente de ocupar los recovecos más resguardados. En la cima de las Peñas de Aya aparece espolvoreada la primera nieve del invierno. Apenas tres o cuatro gaviotas se atreven a surcar el aire.
No hay un alma en el puerto deportivo. Se escucha, como dice Pérez-Reverte, “el campanilleo de drizas y el flamear de gallardetes y banderas.” En vista del panorama, la motora que enlaza Hendaya con Hondarribia se ha cogido el día libre.
No es para menos. El cielo es un agitado encapotamiento de grises, toda la escala entre el blanco y el negro. Sobre el Jaizkibel se cierne una acumulación nubosa que presagia algo incierto.
Descarto asomarme a la desembocadura del Bidasoa, entre los dos espigones. Ahora me encamino de vuelta por el bulevar del Mar. El viento a la espalda es más llevadero.
Apenas me cruzo con dos o tres caminantes impenitentes. Voy a tener suerte, me digo. Llegaré antes que la tormenta. Pero eso que había sobre el Jaizkibel es una tromba de granizo y corre más que yo, que no corro.
Afortunadamente llevo un paraguas. Es una lluvia de perdigones. Me adelanta al trote un joven corredor impasible, la cabeza descubierta, erguido frente a la inclemencia. Acelero hasta el viejo Casino. Se escuchan truenos detrás mío. Mi perrillo está horrorizado. Le tiene pavor a las tormentas.
La mañana se ha puesto tan oscura que se ha encendido el alumbrado eléctrico. Las plantas respiran aliviadas con esta lluvia. Saludo cortesmente al invierno, pero es un alivio alcanzar el vehículo y ponerse bajo techo.