Es un niño muy flaco; brazos y piernas largas y delgadas; una cabeza minúscula cubierta por una gran gorra de beisbol.
La mujer intenta ponerle crema protectora en la cara. El crío no se deja. Le propina un manotazo a la mujer y luego se proteje con sus brazos como si esperara una ración de golpes.
Ella lo deja. El se pone de rodillas y se inclina, espasmódicamente, hacia el suelo. Tal vez se golpea.
La mujer intenta ponerle crema protectora en la cara. El crío no se deja. Le propina un manotazo a la mujer y luego se proteje con sus brazos como si esperara una ración de golpes.
Ella lo deja. El se pone de rodillas y se inclina, espasmódicamente, hacia el suelo. Tal vez se golpea.
Cuando me incorporo observo que hay un segundo niño oligofrénico. Parecen gemelos. Llevan la misma ropa, los mismos rasgos físicos.La mujer trata de atraparlo pero él se escapa.
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Por detrás parece una joven alta, con un pequeño bikini y una soberbia mata de pelo rojizo recogido con un par de broches marrones.
La adelanto durante el paseo por la orilla del mar. Es una atractiva mujer madura que camina lentamente.
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Parque fluvial de Vilanova. Una pareja joven con una niñita de 3 o 4 años. La niña camina por detrás. Llora desconsolada. Los padres se alejan, se esconden tras un árbol, se abrazan, se besan con fruición.
Cuando la niña llega a sus pies, la ignoran. La pequeña llora con rabia y desconsuelo.
-Mejor nos vamos-, le digo a Tobías, mi perro.
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En un extremo del puerto, el suelo sembrado de condones. Usados, ajados, encogidos. Deteriorados por la larga intemperie.
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Pontevedra.
Fiestas de nuevo. Misa mayor radiada por altavoces a toda la plaza. Policías y guardias con uniforme de gala rojo, cascos relucientes con penacho. Músicos de la banda municipal esperando, aburridos, en formación.
Plazas y calles fascinantes en este casco histórico. Pero abarrotadas.
Bocadillo en una terraza sombreada y concurrida. El camarero, sudoroso y eficaz, trabaja a la carrera.
Corre la brisa, se escuchan gritos de gaviotas.
Cuando aparece el mimo no le hago mucho caso. Me coje casi de espaldas. Acapara toda la atención de la concurrencia.
Es un joven argentino, moreno, pequeño, simpático y educado.
Trabaja con música que él interpreta a su manera.
En el armazón de un cochecito de niño lleva sus bártulos, perfectamente ordenados: dos chasis de sillas, una alfombrita roja gastada, el equipo de música…
Interpreta tres canciones y luego se pone a hablar.
Dice que su trabajo responde a un sueño, a una ilusión. Dice que las ilusiones son muy importantes en la vida y que debemos esforzarnos en cumplirlas; aunque nos tomen por locos, aunque nos rechacen. No hay imposibles.
Aplausos. Monedas.
Recoge sus cosas discretamente y se va empujando el cochecito.
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El tipo me planta su jeta encima y me echa el aliento. Sobresalto. Un barbudo con unas gafas redondas. Me pide dinero. Le digo que no.
He sido su primera víctima. Luego salta de un cliente a otro. Algunos le dan.
Pura intimidación.
Una anciana bien vestida y arreglada le mete una chapa espantosa a una pareja con un niño sentada en la terraza. La voz melíflua de la señora desbarra que dá gusto. Habla de política. Ha elegido como oyente al padre, un hevymetal talludito, con barba y aros en las orejas.
Al cabo de media hora (la madre ha tenido que relevar a su pareja) la señora pide disculpas y se va.
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La adelanto durante el paseo por la orilla del mar. Es una atractiva mujer madura que camina lentamente.
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Parque fluvial de Vilanova. Una pareja joven con una niñita de 3 o 4 años. La niña camina por detrás. Llora desconsolada. Los padres se alejan, se esconden tras un árbol, se abrazan, se besan con fruición.
Cuando la niña llega a sus pies, la ignoran. La pequeña llora con rabia y desconsuelo.
-Mejor nos vamos-, le digo a Tobías, mi perro.
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En un extremo del puerto, el suelo sembrado de condones. Usados, ajados, encogidos. Deteriorados por la larga intemperie.
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Pontevedra.
Fiestas de nuevo. Misa mayor radiada por altavoces a toda la plaza. Policías y guardias con uniforme de gala rojo, cascos relucientes con penacho. Músicos de la banda municipal esperando, aburridos, en formación.
Plazas y calles fascinantes en este casco histórico. Pero abarrotadas.
Bocadillo en una terraza sombreada y concurrida. El camarero, sudoroso y eficaz, trabaja a la carrera.
Corre la brisa, se escuchan gritos de gaviotas.
Cuando aparece el mimo no le hago mucho caso. Me coje casi de espaldas. Acapara toda la atención de la concurrencia.
Es un joven argentino, moreno, pequeño, simpático y educado.
Trabaja con música que él interpreta a su manera.
En el armazón de un cochecito de niño lleva sus bártulos, perfectamente ordenados: dos chasis de sillas, una alfombrita roja gastada, el equipo de música…
Interpreta tres canciones y luego se pone a hablar.
Dice que su trabajo responde a un sueño, a una ilusión. Dice que las ilusiones son muy importantes en la vida y que debemos esforzarnos en cumplirlas; aunque nos tomen por locos, aunque nos rechacen. No hay imposibles.
Aplausos. Monedas.
Recoge sus cosas discretamente y se va empujando el cochecito.
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El tipo me planta su jeta encima y me echa el aliento. Sobresalto. Un barbudo con unas gafas redondas. Me pide dinero. Le digo que no.
He sido su primera víctima. Luego salta de un cliente a otro. Algunos le dan.
Pura intimidación.
Una anciana bien vestida y arreglada le mete una chapa espantosa a una pareja con un niño sentada en la terraza. La voz melíflua de la señora desbarra que dá gusto. Habla de política. Ha elegido como oyente al padre, un hevymetal talludito, con barba y aros en las orejas.
Al cabo de media hora (la madre ha tenido que relevar a su pareja) la señora pide disculpas y se va.
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Un joven de 25 años, borracho, ha arrollado, con un coche deportivo, a tres personas. Aquí, en Tomiño. Los tres están muy graves en el hospital. La radio no dice qué ha sido del conductor. ¿Hace falta?
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La joven de la pamela y su tercer bikini: estampado de flores rojas sobre fondo blanco. Lee un libro de pasta dura.
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En las fiestas del monte Tecla los jóvenes se rocían mútuamente con vino. Cuando están empapados les rompen las camisetas a las chicas. Ellas, precavidas, llevan bañadores por debajo.
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Playa América bajo el orballo. Bajamar en las marismas. Nubes bajas que cubren los montes y destilan agua. Una carrera pedestre en la playa. Atravieso el viejo puente de la Ramallosa. Suelo de grandes losas pulidas por los siglos.
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Temprano al taller eléctrico: un intermitente fundido. Una mujer espera frente a la persiana echada. ¿Abrirán hoy o harán puente? La mujer no lo sabe.
Me acerco a la gasolinera. De camino, me informa, hay otro taller.
También está cerrado. Afuera hay dos hombres esperando en sus coches.
Regreso al primer taller. Hay una persiana abierta. Le pregunto a la mujer si han abierto.
“Abrir, abrieron. Pero no saben si trabajarán hasta que venga el jefe”.
Me voy. Tengo una bombilla de repuesto.
Cohetes a media noche. Cohetes al amanecer. Todos los días.
Concepto estrepitoso, e incómodo, de la fiesta.
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La estúpida satisfacción (sexual) de los gallos. Su jactancia al amanecer.
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Carretera entre La Guardia y Camposancos. A la derecha, el mar de fondo, una instalación.
Sobre palos clavados en el suelo de la ladera han incrustado embases de plástico. Variopintos, coloreados, giran como molinillos por el viento del mar. También gallardetes con trozos de plástico.
Todo tiene un aire apache.
¿Una reivindicación ecologista, una denuncia de la suciedad y guarrería?
Una pareja, sentada en un banco, me observa mientras fotografío. Les pregunto.
-Son 3 o 4 jubilados que vienen todos los días y se entretienen así. Una ocurrencia.
Han extendido la instalación hasta las rocas.
Una ocurrencia que es un grito.
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Fotos:
-Pontevedra en fiestas: mimo callejero.
-Instalación anónima en La Guardia.
-Pancarta en La Ramallosa.
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