Una mañana descubrí un nido de golondrinas bajo el alero del tejado, dos metros por encima de nuestro balcón. Una señal de buena suerte, pensé ingénuamente. Buena falta nos hacía, en especial con la casa, contínuamente amenazada nuestra tranquilidad por los ruidos de los desquiciados y malintencionados vecinos.
No tardé en constatar que la presencia de las golondrinas no resultaba demasiado favorable para la limpieza de nuestro pequeño jardín. Se había formado una costra de excrementos en el suelo embaldosado. Cada tres o cuatro días arrancaba dificultosamente la costra con una espátula. Era como despegar pegamento industrial.
Al mediodía la pareja de golondrinas ejecutaba una danza frenética en torno al nido. Entraban y salían, con el fin de alimentar a los polluelos gritones. Volaban tan rápido que apenas podía seguirles con la mirada. También alborotaban lo suyo al anochecer. Pese a todo, me gustaba tenerlas en casa.
Pero, mediado el verano, se produjo un temporal que trajo lluvia, frío y viento. Por la mañana ví que la mitad del nido había desaparecido. Los escombros estaban en el jardín, encima de los excrementos. Desde el balcón vi a Teo, el gato de los vecinos, que jugaba tumbado en nuestro césped con un pequeño objeto negro y redondeado. Imaginé lo peor y bajé corriendo con un nudo en la garganta. En efecto, el juguete de Teo era una hermosa cría de golondrina. Espanté al gato, como si hubiera cometido un crimen horrendo, y me hice las consabidas reflexiones sobre lo cruel que es la naturaleza, mientras intentaba vencer mi natural repugnancia a coger pájaros con las manos. Sus finas patas, su pálpito asustado me repelen. Era un ejemplar muy bien formado con un bonito destello azul sobre el plumaje negro. Estaba conmocionado pero vivía. Qué hago ahora yo con éste bicho, pensé mientras subía las escaleras con el polluelo en la mano.
Cogí una pequeña caja de cartón, la acolché con un trapo de cocina viejo y lo metí dentro. Dejé la caja en el suelo del balcón, a la vista de los inexpertos progenitores (había decidido que se trataba de una pareja joven y primeriza), con la esperanza de que ellos se ocuparan de alimentarlo en tanto reconstruían el nido. Qué ingenuidad la mía. Después del almuerzo acudí a visitar a mi huésped. Movía la cabeza hacia los lados así que abrí la tapa de la caja y el pollo salió, se alzó hasta la barandilla y luego voló hasta las moreras. Fue un alivio. Bueno, pensé, no ha durado mucho la supuesta racha de buena suerte que traen las golondrinas pero, al menos, esta criatura ha salvado el pellejo.
Por la tarde bajé de nuevo al jardín y barrí los escombros del nido así como los últimos excrementos; luego pasé la fregona por el embaldosado. Cuando acabé la faena me senté a descansar en una de las traviesas de madera. Entonces los vi. Había otros dos bultos negros en el césped. No es posible, me dije. ¡Hay más!
En efecto, otros dos pollos negros yacían acurrucados en el verde. También estaban muy formados pero eran más pequeños que el anterior. Para entonces ya no me importaba coger los polluelos con las manos. Eso fue lo mejor de aquel incidente, que perdí la repulsión que sentía hacia las aves. A estos dos los metí en uno de los cubos playeros de nuestra hija, con su correspondiente trapo de cocina, y los subí al balcón. Fracasé en mi intento de alimentarlos. No había forma de que abrieran la boca.
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Después de cenar fui a hacerles una visita. Uno ya estaba rígido. El otro todavía se movía. Cogí el cadáver y lo introduje en la bolsa de la basura. Me sentí muy deprimido, como si yo tuviera la culpa de que el nido se hubiese caído.
Como los padres no daban señales de vida y no conseguía alimentarlo, por la mañana decidí dejar libre al tercero, pero no logró remontar el vuelo y se cayó al jardín. Bajé a recogerlo. Lo subí de nuevo al balcón. Al mediodía estaba muerto.
Durante el resto del día no conseguía quitármelos de la cabeza. De los tres pollos, con mucha suerte, se había salvado uno. No cabía esperar mucha suerte de la visita de las golondrinas. Esperaba que la próxima primavera no se les ocurriera volver. De los vecinos mejor no hablar. Unos meses después nos decidimos a vender la casa y los perdimos de vista. Fue un alivio.