
Más que los restos en sí mismos, que no suelen diferir de unos yacimientos a otros, al turista le gusta echar a volar la imaginación cuando se encuentra en alguno de estos lugares. En este vivió la tribu celta de los arévacos (agricultores, ganaderos y artesanos), desde el siglo IV a.C. La ciudad fue destruída por Pompeyo tras feroz resistencia (igual que ocurriera en Numancia y en Tiermas) y sus ruinas se transformaron en una ciudad romana de importancia.

Al día siguiente, tras un viaje por una estrecha carretera en obras que atraviesa una sierra tan bella como despoblada, los turistas llegan hasta Tiermes, un lugar poblado desde la Edad del Bronce, hacia el 1700 a.C. Los celtas se desplegaron por aquí durante siglos hasta que llegó Tito Didio y acabó con ellos, dando paso a un periodo de esplendor romano. Con los visigodos empezó la decadencia. Luego se construyó un monasterio románico, del que ya sólo queda una bonita ermita con galería porticada y bellos capiteles.

La mañana se presentaba tranquila hasta que llegan un par de coches cargados de mujeres armadas de escobas y fregonas. Aparece también uno de los encargados del museo –situado en las inmediaciones- y les abre la puerta de la iglesia. Esto de que a uno le abran la puerta de una iglesia rural no es cosa que se ve todos los días. Un misterio pronto resuelto: a la tarde iba a celebrarse una boda. Una de las limpiadoras era ¡la mismísima novia! La imaginaba después de la faena con el tiempo justo para darse una ducha, enfundarse el traje blanco y casarse.

Mientras las mujeres limpian, el encargado nos regala algunas explicaciones muy interesantes sobre estos capiteles, mezcla de sagrados y profanos. Luego, desde un punto elevado, detalla sobre el terreno las diferentes localizaciones del yacimiento, pero en esas llega un autobús cargado de turistas y se acaba la tranquilidad. Los niños ya no están para muchas necrópolis bajo un sol ardiente así que mejor ahuecar hacia el museo a darle un vistazo.
Plantarte en medio de uno de estos yacimientos, contemplar las pulidas construcciones de dos palmos de altura, escuchar el sonido del viento que sopla y toda la desnudez alrededor, da pie a construir toda una filosofía, tanto de la historia como de la vida: apenas quedará piedra sobre piedra. Somos espíritu o no somos nada.

La ermita templaria de San Bartolomé, en el cañón del Río Lobos, goza de gran renombre esotérico. Pero cualquier lugar donde haya una conciencia es el centro del mundo.
Hermoso último capítulo. Me ha gustado especialmente la frase final. Has estado brillante, Juan Luis. Me has recordado la Grecia del siglo V a.C., a los sofistas y a Protágoras convirtiendo al hombre en la medida de todas las cosas, o, lo que es lo mismo, 'en el centro del mundo'.
ResponderEliminarGero arte...
Gracias, Mertxe. Esa última frase, que en realidad es un pie de foto, viene a cuento de que sobre esa ermita ha corrido tanta letra impresa, por la moda esotérica/templaria, que ya aburre un poco. Creo que la espiritualidad debe ser algo mucho más interior que toda esa parafernalia seudomística que nos venden ahora a falta de algo mejor.
ResponderEliminarLa tribu celta eran los Arevacos, y no aravacos!!!
ResponderEliminarUn saludo desde Diario de un burgense.
Así es burguense. Y además con tilde. Gracias por la corrección.
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