miércoles, 17 de septiembre de 2008

David Foster Wallace

El domingo, como todos los días después del desayuno, encendí el ordenador para abrir el correo y darle un vistazo a los periódicos. El domingo, sin embargo, suelo empezar por los blogs, pues tengo la costumbre de comprar los diarios en el kiosko y, en consecuencia, apenas los miro en la red.

En un blog extranjero me enteré de la muerte por suicidio del escritor David Foster Wallace, a los 48 años de edad. Me quedé anonadado, naturalmente. Aunque no había leído nada de este autor sabía de sobra que era un escritor de éxito, que sus libros han sido traducidos a un montón de idiomas y que siempre tenía buenas críticas. Pese a ello yo nunca lo había leído: la verdad es que me disuadía el tamaño de sus obras, algunas de mil páginas (¿quién diablos tiene tiempo ahora para leer mil páginas de una novela?) y también, debo confesar, su éxito comercial me provocaba un más que ligero recelo. No era la primera vez que me abalanzaba sobre algún joven escritor norteamericano elogiado por nuestra crítica para sentirme decepcionado poco después o para comprobar que se trataba de la flor de un día. De todas formas, la noticia era tan impactante que empecé a urgar en la red para saber más.

En primer lugar me fui a las fotos del escritor. Siempre voy primero a las fotos. En efecto, era el mismo en quien yo pensaba. Enseguida lo ví con su pañuelo ceñido sobre la frente, su barba de varios días y su aspecto un poco grunge que, en líneas generales me gustaba. De inmediato se me planteó la cuestión de que, a lo mejor, no era cierta la noticia. Al fin y al cabo Wallace era el escritor al que cualquiera de nosotros envidiaría. No parecía probable que fuera a suicidarse. Había empezado a triunfar muy joven, había publicado y vendido un montón de libros, era un autor de los llamados de culto y tenía media vida por delante para vivirla holgadamente y seguir escribiendo. Qué más se puede pedir. Tal vez se tratara de un rumor más de los que corren por la red.

De alguna forma me recordaba a Mishima y ello suponía la posibilidad de que Wallace, además de éxito, tuviese talento. Ello no hizo sino aumentar mi interés. Hice el recorrido habitual de los periódicos on-line: El Confidencial, el País, El Mundo, ABC… Nada. Nada de nada. Ni una línea. Este hombre había muerto el viernes por la noche. Cómo era posible que el domingo a media mañana la noticia no fuera recogida por la prensa nacional. Bueno, tampoco tenía nada de extraño, pensé. La prensa nacional acostumbra a tomarse con calma ciertos asuntos relacionados por la literatura. Pero, hombre, me dije, si estos periódicos han sacado mil reseñas de los libros de Wallace en sus suplementos culturales. ¿Cómo es posible que lo ignoren en el momento de su suicidio? Pues es perfectamente posible. Como dijo Ruano, con ocasión de la muerte de Gide, “la prensa española carece del sentido de las proporciones.” Y ahí ya me entró la duda, pero como tenía bastante trabajo pendiente en la casa, me separé de la pantalla hasta la tarde.

Por la tarde volví a intentarlo en los periódicos habituales. Nada de nada. Joder, pensé, con qué admirable seriedad se toman los descansos de fin de semana estos digitales. Finalmente, opté por darle un vistazo a Público. Y allí estaba, en portada, la noticia: Wallace se había ahorcado en su domicilio. Al día siguiente la noticia apareció tímidamente aquí y allá. Algunos blogueros la recogían, se incluyeron muchos comentarios que oscilaban entre la incredulidad y la desolación. Leí que algunos andaban rebuscando en sus textos para indagar las razones que podían haber inducido a Wallace a quitarse la vida. Es cierto, en nuestra confortable mediocridad, se nos hace muy duro pensar que alguien se suicide cuando, aparentemente, las cosas le van viento en popa. Tenemos la convicción de que los triunfadores no se suicidan.

El martes hice un viaje rápido a la ciudad para un recado urgente. Antes de coger el tren de vuelta, me pasé por la biblioteca. Fui directo a la sección de ficción y a la letra W. Andaba justo de tiempo. Encontré un libro con este título sugerente: Entrevistas breves con hombres repulsivos. Lo empecé a leer durante el viaje. Ahora aprovecho cada minuto libre para continuar la lectura. Son relatos mezclados, en ocasiones, con fragmentos ensayísticos. Hay uno que se titula El suicidio como una especie de regalo; otro, La persona deprimida; otro, La muerte no es el final.

Le he estado dando vueltas al caso de David Foster estas últimas horas. En realidad, casi nunca nos planteamos en serio qué pueda ser la vida. Para qué, nos decimos, si nunca lo vamos a saber con certeza. No merece la pena machacarse el cerebro con semejantes cuestiones. Lo mejor es combatir el vértigo que la idea de la muerte provoca con algún analgésico y, bien mirado, hemos conseguido que casi todo en nuestras vidas acabe convirtiéndose en un analgésico: la religión, los hijos, el trabajo, el sexo, las drogas, el fútbol, la tele, la literatura … Ayer, de vuelta a casa ya de noche, con mis hijos, mientras observaba la luna llena, seguía pensando en todo esto. La luna, les explicaba a los críos, gira alrededor de la tierra. Por eso parece que se mueve. Y la tierra gira alrededor del sol. ¿Y el sol, pensé, alrededor de qué gira el sol? ¿O es que el sol se mantiene quieto? No tengo ni idea, me confesé, tendré que mirarlo. Pero la idea que subyacía en el fondo de mi mente era otra: El mundo es un purgatorio, la vida es una condena, todos somos víctimas. ¡Y no sabemos la razón! Intuímos que algo grave hemos hecho, pero no sabemos cuándo ni dónde. Tiene que haber alguna razón muy poderosa para que Alguien permita que un sistema como el de la Tierra y una vida como las humanas funcionen de forma tan cruel. Porque la vida es muy cruel. Porque en la vida… Pero todavía sería mucho peor la otra hipótesis, la hipótesis de que todo sea un puro azar, porque lo peor es la falta de sentido. Uno cree que puede soportalo todo si piensa que detrás hay algo que lo justifique, pero si no lo hay todo puede venirse abajo en un guiño.

Ya me ha pasado otras veces. La muerte de un artista funciona como una llamada de atención. Sé que DFW va a interesarme, sé que es uno de los míos, sé que lo seguiré al menos hasta un nivel, si es que tengo tiempo. Aunque tengo cuatro años más que él, en realidad pertenece a mi generación. Somos una generación que marca un límite. El mundo pertenece a los que son mayores, a los de mayo del 68 en concreto. Da un poco de risa. Somos una generación que marca una brecha, una brecha profunda. En general estamos bastante aislados pero nos sentimos más cerca de los jóvenes que de los viejos en el poder.

Avanzo en la lectura. David Foster Wallace tenía mucho que decir y lo ponía negro sobre blanco. Es una escritura poderosa, empedernida, de una conceptualidad irónica que no deja apenas espacio para el optimismo. No me parece que se trate tanto de criticar al sistema, que también, como de diseccionar a los seres humanos. Y ahí ya queda poco margen. Intuyo que, cuando avance en su obra, no voy a tener demasiados problemas para comprender su decisión.

El mar anda un poco embravecido estos días, las mareas son espectaculares. La luna que gira.

1. DFW
2. La expulsión del Paraiso. Cruceiro, barrio de Berbés, Vigo.

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