lunes, 6 de abril de 2009

La capilla del Peine del Viento



A Mertxe, siempre amable y generosa

El espacio del Peine del Viento está distribuído en gradas; las gradas, a su vez, se visten con bloques cuadrados de granito. Unas escaleras vierten hacia la ciudad; otras hacia la isla de Santa Clara y otras, finalmente, hacia el mar abierto. Desde estas últimas se contemplan los aceros chillidianos.

Luis Peña Ganchegui, el arquitecto donostiarra recién fallecido, fue el sensible artífice de este espacio. El granito que lo reviste es rugoso y áspero. Los aceros, con el paso de los años han sufrido un proceso de despellejamiento que les ha avejentado y embellecido.

El Peine del Viento es una capilla abstracta, abierta a la intemperie, no sólo del cielo sino también del océano. Es su integración con la naturaleza la que le proporciona su encanto místico y espiritual. Toda capilla es un cobijo. Aquí esa sensación de intimidad y protección procede de los acantilados en los que se asienta; pero el cobijo es efímero e inseguro. Si azota el temporal el lugar se vuelve inhóspito como la ira de Dios. Tiene tanto de dulce como de terrible. Refleja fielmente la vida espiritual.

Una vez que has entrado en su ámbito los pasos se vuelven dificultosos. Nadie entra descalzo en el Peine del Viento; nadie, salvo algún fakir, se tumba a la bartola sobre la piedra erizada. A nada que el mar se encrespe hay que andarse con tiento. Como sabe cualquier marino no es recomendable darle la espalda a la mar. En la bajamar, sin embargo, el lugar se vuelve apacible. El fondo marino queda al descubierto: semeja un jardín de piedras, un jardín zen japonés.

Las piezas de Chillida son a veces manos de dedos arqueados que prenden el viento, la línea del horizonte, el límite; a veces son signos de interrogación que le cuestionan al mar (la vida) las preguntas que sólo tienen respuesta en la fe, nunca en la razón.

Mucha gente viene hasta este extremo de la ciudad dándose una caminata y toca la base del acero más próximo, como el peregrino que llega a Santiago y hunde sus dedos en el mármol del Pórtico de la Gloria.