miércoles, 23 de septiembre de 2009

Gonzalo Chillida, las gigantas, frases tontas y un energúmeno



Sigo con la de ayer. Después de visitar el templo más barroco de la ciudad me fui a ver la exposición de Gonzalo Chillida en la galería Ekain. Sabes de mi aprecio por este artista. Este hombre se ha prodigado poco en vida de tal forma que apenas he podido ver alguna obra suya menor. Sus óleos sólo los conozco por una publicación que llevó a cabo su hija hace unos pocos años. En Ekain se muestra obra sobre papel. Sobra decirte que la delicadeza y sensibilidad de este artista también están presentes en estos trabajos. De la misma forma que ayer te comentaba lo desagradables que resultan algunos establecimientos guipuzcoanos en su trato con el cliente te digo hoy de la amabilidad de otros: la mujer encargada de la galería Ekain es un ejemplo.

No quería irme de la ciudad sin asomarme a la Zurriola, pero tampoco me apetecía gran cosa la turbamulta del Festival de Cine en el Kursaal así que opté por una solución intermedia: bordear el edificio de Moneo por su parte trasera, es decir, por la playa. Pero antes me abastecí de un poco de fruta porque el paseo me abre el apetito. En el pretil junto a la desembocadura del Urumea, me como una manzana Fuji (mis favoritas) y un par de ciruelas de yema mientras contemplaba el panorama: la mar tranquila y solitaria, los surfistas en plena actividad, igual que las reporteras y cámaras de las televisiones a quienes esto de la farándula les encanta. Ya ves que la cultura aquí es de lo más audiovisual. Por cierto, que el 95% de los reporteros de televisión eran reporteras.

Entre la brisa, el resol y el movimiento a mi alrededor andaba de lo más distraído cuando me topé con la serie de esculturas gigantescas que Manolo Valdés ha instalado en el paseo marítimo de Gros. Poca cosa puedo decirte sobre mi aversión al gigantismo y mis problemas con las grandes escalas. Saqué la cámara de la misma forma que se le da un juguete a los niños para que se distraigan y coman mejor. El resultado es que me olvido de las cabezas desmesuradas y empiezo a buscar personas a las que sorprender pero, al final, ni una cosa ni otra, como era previsible.

A mí estas instalaciones en la vía pública me hacen la impresión de querer meterle a la gente el arte por las narices. La gente mira las piezas como si hubieran caído del cielo, las comenta con más o menos gracia (poca en general) y sigue su camino por la ruta del colesterol.

De vuelta hacia el tren (ya se me ha vuelto a echar el tiempo encima) paso frente al Kursaal, justo cuando la afición sale de alguna sala. La esquivo como buenamente puedo pero me da tiempo a leer un lema en uno de los cartelones propagandísticos. Pertenece a la última obra de Fernando Trueba y dice, más o menos: “La vida es un baile que nunca se sabe cómo termina”. Uf, madre mía, lo que hay que leer. Y luego pienso: la subvención hay que ganársela, Fernando Trueba. Por cierto, sobre este señor, leí el otro día que ha dicho lo siguiente: “Cuando sea mayor (¿no lo es ya?) me dedicaré al cine porno.” Cada vez entiendo más porqué apenas voy al cine.

Frente al hotel María Cristina y el teatro Victoria Eugenia (ahora caigo en todo el peso monárquico de la tradición donostiarra) hay una alfombra escarlata, toda arrugada y sucia, que a esta hora del mediodía, hace un efecto más bien pobre. La piso un poco, porque me sale al paso y para ver qué se siente, pero llevo demasiada prisa para apreciarlo: voy a perder el tren como no espabile.
Escultura de Manolo Valdés en la Zurriola
Consigo viajar sentado, pese a la aglomeración y me entretengo con un libro que he sacado de la biblioteca: El lamento del perezoso, de Sam Savage, recién salida del horno editorial. Lo he cogido del estante de novedades. El ratito del viaje me aguanta bien pero luego lo retomo en casa, por la noche, y se me ha caído en la página cincuenta. Entonces lamento no haberme decantado por los últimos apuntes de Jiménez Lozano, a los que acudiré en mi próxima visita.

Y cuando ya me aprestaba en volver a mi guarida robinsoniana, al bajar del tren en el puente internacional, asisto a una escenita que me deja atónito. Un “señor” de unos sesenta años, con bermudas y camiseta, bolso al hombro, barbita blanca y gafas, con aspecto de respetable turista, le propina una patada al torniquete del control de billetes con la obvia intención de franquerlo sin pagar. El torniquete ni se inmuta. Entonces el individuo se pasa al control vecino, le arrea una coz a la cristalera que se abre y se cierra y, esta vez sí, la arranca de cuajo. El resto de los viajeros nos quedamos con cara de pasmo y yo, como a veces no sé callarme, le digo a ver si es que anda mal de la cabeza. El fulano, desde la distancia, me dice que quien anda mal de la cabeza soy yo. Puede que tenga razón. Una señora que está a mi lado me dice que estas cosas no las hacen en su país, pero yo no tengo constancia de que el tipo sea francés. El castellano, desde luego, lo entiende a la perfección. Me gustaría saber si esas cámaras de videovigilancia que hay en la estación (y en todas partes) van a servir para algo. Lo dudo.


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